Viendo lo que vemos, es fácil olvidar que hubo un tiempo en que los asturianos suspirábamos por tener un mayor número de visitantes. Creíamos, en nuestra inocencia, que el turismo aumentaría nuestro nivel de ingresos como comunidad y, en nuestra estupidez, envidiábamos el tirón de ... otros territorios a la hora de captar viajeros y echábamos la culpa al tiempo, a la lluvia y al poco sol.

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Entre tanto, los turistas que se dejaban caer por aquí valoraban infinitamente nuestro buen trato, la acogida dispensada, y, hartos de los calores sureños, hasta el clima. Y, sobre todo, decían que era estupendo pasear por las calles y apenas escuchar otro acento que el nuestro, el de aquí. Nos convertía en una especie de destino casi secreto, como quien está en posesión de un conocimiento exclusivo y valioso.

Pero eso, para desdicha mayoritaria y para alegría de unos cuantos, más bien pocos, se ha terminado. El secreto ha dejado de serlo, nos han puesto de moda los algoritmos de las redes, las revistas de turismo europeas, las recomendaciones de los 'influencers'. Y de pronto, sales a pasear por el Muro y parece que te has trasladado en el espacio y en el tiempo y has caído en Babel, y en un trayecto limitado se suceden idiomas foráneos, gestos, expresiones, fisonomías, todo lo que de pronto te sitúa en un cosmopolitismo de todo a cien. Y algo de agobio sí que produce, sí.

No creo que tenga mucho arreglo, porque hay en juego intereses, aunque no sean precisamente muy generales. Porque hay cortoplacismo y miopía y nadie parece entender que ganar dos euros hoy cierra la puerta a seguir ganando un euro cada día durante mucho tiempo. Y venga mogollón, y calles atestadas, y mala educación, y precios escalando los menús del día, y excesos etílicos, y malhumor creciente. Los fines de semana la alegre muchachada de las despedidas de soltero, denostadas por la mayoría, pero de las que algunos, digo yo, sacarán partido, invaden todo; los pisos turísticos terminarán por arruinar la vida de verdad, la de la gente que irá desplazándose a otros barrios menos atractivos. Y qué curioso, quienes más claman contra los males de la inmigración toleran esta invasión turística que va a más, que nos convertirá, cambio climático mediante, en una de esas ciudades de costa saturadas e impersonales que tan poco nos gustaban. Y como hay que desestacionalizar, ni siquiera nos quedará el consuelo de recuperar nuestro espacio, nuestro mar, nuestras calles y nuestros bares cuando termine el verano, porque al verano, mira tú, cada vez le cuesta más terminar.

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El año pasado, en el Trastevere, en la terraza de uno de esos encantadores (y saturados) restaurantes romanos, me encontré con que los respaldos de las sillas exhibían unos carteles con dos lemas: 'Don't like war', y 'Don't like tourists'. Y digo yo que muy hartitos tienen que estar para proclamar que no les gustan los turistas a quienes en teoría viven de ellos. Igual estamos a tiempo, antes de llegar a los asfixiantes niveles de otras ciudades con un serio problema de masificación y de progresivo arrinconamiento y expulsión de los residentes, de darle una vuelta al asunto, antes de que también nuestra ciudad se convierta en uno de esos espacios invivibles para los gijoneses y también, aunque la avaricia de algunos no permita verlo, progresivamente carentes de aquello que nos hacía únicos y deseables, atractivos y acogedores para los que nos visitaban.

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