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Mucho antes de conocer a Rob Fleming, el protagonista de Alta Fidelidad, la novela de Nick Hornby, yo ya había desarrollado una peligrosa obsesión por hacer o por consultar, o por comparar listas. Y con el tiempo esa afición no ha dejado de crecer. Y ... eso que cada final de año, todo se confabula para que las listas me acechen por todas partes, con su amenazadora carga explosiva, dispuesta a dinamitar los maravillosos propósitos de principio de año. Porque, vamos a ver… ¿Yo no iba a leer más? Y sí, es verdad, he leído mucho más, ciento treinta y siete libros para ser exactos, la mayoría de ellos novedades. ¿Y cómo es que de los cincuenta que un periódico prestigioso considera los mejores del año, solo he leído once? ¿No iba a ver más películas, a escuchar más música? ¿Y por qué apenas reconozco los títulos que se señalan como los imprescindibles de este año, por qué diablos no he oído hablar siquiera de aquellas bandas que han sido el grandísimo descubrimiento del siglo, de esos que hay varios cada año?
Y si fuera solo eso… Pero hay más, y todo es naufragio. A duras penas he podido mantenerme a flote en un océano de términos nuevos, de palabras que definen realidades que o bien no existían o siempre habíamos llamado de otra forma. Por qué, por ejemplo, hemos tenido que aprendernos lo del 'phubbing' cuando siempre lo habíamos llamado mala educación, y por qué es absolutamente imposible seguirle el ritmo a nuestros nietos en todo lo que tiene que ver con los videojuegos (y no pongo ejemplos, porque seguro que ya estarán superados).
Al final, siempre llegamos a lo mismo: lo único limitado en esta inmensidad de información, posibilidades de conocimiento o de ocio, es nuestro tiempo. La maldición de la escasez de horas, los minutos menguantes, los días que se escabullen sin que sepamos en qué. Esa conjura de relojes y calendarios para acelerar de forma inclemente a nuestras espaldas, mientras hacemos planes, y hacemos listas, y formulamos propósitos que esta vez tampoco cumpliremos.
Es imposible: nunca vamos a saber todo el inglés necesario, ni vamos a tener el cuerpo perfecto por muchas cuotas de gimnasio que paguemos, ni estaremos lo suficientemente sanos, ni dedicaremos a los amigos y a la familia el tiempo que se merecen. Nunca conoceremos todos los países que nos gustaría, ni leeremos todos los libros, y en nuestra cuenta de resultados anual volverá a salirnos a deber, los ítems de nuestras listas quedarán sin tachar y llegaremos al final del siguiente y de todos los que nos queden por vivir con una sensación en la que se mezcla la culpabilidad y la melancolía, ese mejunje del demonio en el que se diluyen siempre nuestras mejores intenciones.
Parece como si las realidades de las listas oficiales vinieran a mostrarnos nuestra absoluta incapacidad para estar al día, para saber lo que se supone que hay que saber, para conocer lo que es obligatorio conocer. Pero, a mí no me digan, si es casi imposible seguir el ritmo de corrupciones, de arreglos y desarreglos geopolíticos, de la imparable maquinaria de contenidos escupiendo a velocidad de vértigo títulos, obras, músicas, y ni tiempo tenemos para aprendernos nombres, tendencias, historias. Menos mal que pase lo que pase, inmutable con ligeras variaciones, siempre nos quedarán la Pantoja y sus desdichas: lo único persistente en este mundo tan inconstante como incierto.
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