En el silencio sólo se escuchaba

Es complicado enfrentarse a esa verdad inamovible: lo poco que somos cuando nos quitamos el ruido que nos molesta, sí, pero nos protege de la generalmente mísera esencia de nosotros mismos

Sábado, 7 de diciembre 2024, 01:00

Tengo una amiga que sin ser ella nada de eso (más bien al contrario, su ateísmo es casi militante), me confesaba el otro día que ha empezado a encontrar una extraña paz en las iglesias vacías. De un tiempo a esta parte ha descubierto que ... entrar en un templo a media mañana o a media tarde, cuando no hay ningún tipo de celebración, le produce una sensación de bienestar que solo atribuye a la necesidad del silencio.

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Sostiene que hay muy pocos lugares donde es posible que se den las condiciones que reúnen las iglesias y que probablemente tengan que ver con el aislamiento de los muros, la altura de los techos y una atmósfera de eso que viene llamándose recogimiento, que de forma casi automática acerca a quien traspasa ese umbral, destinado originalmente a conectarnos con la divinidad, al corazón mismo de las cosas, o al propio corazón, no está ella muy segura de la diferencia entre uno y otro.

Puede que tenga razón y no estaría mal hacer un inventario de los lugares que sí que nos permiten disfrutar de esa sensación: si un lujo se nos resiste con ferocidad es precisamente el silencio y no digamos nada si perseguimos precisamente la forma más pura, la ausencia de cualquier perturbación, el silencio en su desnudez y esencialidad, el único que nos asoma a eso que somos por dentro, los pensamientos propios, sin contaminación de opiniones ajenas, los sentimientos sin disfraces, las emociones puras y sin aliños. Porque nos pasamos la vida diciendo que nos invaden los ruidos, pero más allá de la molestia para nuestros oídos, tendemos a ignorar el alcance que todo eso tiene para lo que hay de verdadero en nosotros y como en tantas cosas (en realidad, en casi todas), solemos quedarnos en lo puramente superficial, en la queja por el estruendo, que si el tráfico, que si los gritos, que si la contaminación acústica, que si la mala educación de los que hablan a voces, que si el volumen de las músicas. Pero, amigos, el silencio es un peligro: está lleno de preguntas sin escapatoria posible, de pensamientos que no pueden vestirse con las palabras y las opiniones de otros. Enfrentados a ese abismo que nos regala el silencio, solo nos queda lo esencial, y no siempre es fácil comprobar que somos puro envoltorio, que nuestra vida, nuestro discurso, nuestra visión de la realidad, hasta lo que sentimos, es prestado, directamente plagiado de lo de esos otros que se cuelan con sus ruidosas opiniones, con sus tuits, con sus titulares, con los mensajes que se convierten en verdades absolutas y son solo publicidad.

Es complicado enfrentarse a esa verdad inamovible: lo poco que somos cuando nos quitamos el ruido que nos molesta, sí, pero nos protege de la generalmente mísera esencia de nosotros mismos.

Así que igual lo de mi amiga es una terapia imprescindible, la mejor de todas: encontrar un lugar desprovisto de ruido y, ya puestos, dejar afuera no sólo el bullicio y el estrépito del tráfico y otras molestias. Ya puestos, abrazarnos a la valentía de abandonar ese océano denso de mentiras, vulgaridades, calumnias, banalidades, provocaciones, murmuraciones, falsedades, imposturas, acusaciones, burlas, disparates, insidias, chabacanerías, futilidades, coacciones, fanfarronadas, estupideces, arrogancias, groserías, humillaciones, impertinencias, esa suma insoportable de elementos altamente contaminantes que sólo podemos anular cuando nos regalamos por fin ese lujo impagable del silencio.

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