Ya nos habíamos dado cuenta, a pesar del candor con que a veces contemplamos la vida, de que eso de la libertad era una entelequia. Y mira que nos lo habíamos creído con la fe sin fisuras de esa generación que vivió la adolescencia a ... caballo entre dos tiempos: el que marcó la transición, con su promesa de novedad esperanzada.
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Sé que somos muy brasas con esas batallitas, pero por increíble que pueda resultar vivíamos en un mundo que se parecía muy poco a este en muchas cosas, incluso algunas para bien, y visto desde esta distancia que parece tan próxima y de la que nos separa casi medio siglo, entendemos casi todo. Suspirábamos por tener información, de lo que fuera. Si entonces hubiéramos sabido que asistiríamos al nacimiento y al desarrollo de algo llamado internet, simplemente habríamos colapsado, porque en aquel momento, si querías tener conocimiento de algo, sólo tenías dos opciones: o eras un tipo con suerte y posibles como para disponer de una enciclopedia Salvat en casa, o tenías que recurrir a una (bendita) biblioteca. Sólo había un canal de televisión, porque lo del UHF era un exotismo, particularmente en la zona rural. Las emisoras de radio conectaban para los informativos con Radio Nacional. Si querías saber quién cantaba una canción que habías oído al desgaire, tenías que rezar para que volvieran a ponerla en la radio. Si los rombos te mandaban a la cama sin remedio tenías que confiar en la buena memoria y en la buena capacidad narrativa de algún compañero que sí que hubiera visto la película de la noche anterior y te la contara. Y no, los partidos no podían volver a verse. Y al menos hasta que llegó la moviola no había forma de repetir visionados.
Así que soñábamos paraísos en los que había centenares de canales de televisión (o por lo menos media docena) y todos los libros, y todas las películas, y todas las canciones. Aunque no lo supiéramos, internet superaba cualquiera de nuestros más ambiciosos sueños, y cuando por fin lo tuvimos a nuestro alcance, creímos que el conocimiento, todo el conocimiento, toda la información, estaba ahí, para nosotros. Y con ello, la libertad, que para entonces ya sospechábamos que no era del todo como habíamos imaginado, también.
Tendríamos que haber previsto que nadie regala nada y que todo tiene un precio. Que la barra libre de internet no era tan libre, porque al poder raramente se le escapa nada que no quiera que se le escape y que había truco. Que mientras creíamos conquistar la libertad de conocer, dejábamos inocentemente nuestros datos a merced de esas sombras fantasmales que tienen las riendas de todo. Que ese infinito que creíamos a nuestra disposición está lleno de peajes y fielatos, y lo que parece campo abierto no es más que un conjunto de sendas invisibles dibujadas por el algoritmo, de las que no es posible salirse. Que nuestro conocimiento, nuestra opinión, nuestros gustos se van moldeando gracias a toda la información que vamos regalando. Que en las plataformas nos sugieren qué ver, qué canciones seguro que nos gustaría escuchar, que nuestros 'timelines' se nos llenan de anuncios programados. Que no son necesarios unos señores con un rotulador que censuraba, porque todo es mucho más sutil.
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Que hasta lo que nos atrevemos a soñar, a desear, a añorar, a pensar sigue el ritmo que marca el algoritmo
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