Viviendo como lo hacemos, abonados a la inminencia del desastre, instalados en la perpetua amenaza y con el miedo como inseparable colega y consejero de cada una de nuestras decisiones, resulta, cuando menos, chocante percibir que vivimos rodeados de regalos.
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No sólo eso: hablar de ... ello, enumerar las bendiciones que los dioses dan en derramar sobre nosotros, nos convierte en sospechosos, porque parece ser que nada bueno se puede esperar de quien practica el inusual arte de ponerse las gafas de color de rosa y forma de corazón que en su ñoñez, sin embargo, tienen la rara propiedad de convertir en visibles aquellas cosas que generalmente permanecen cubiertas por el polvo gris de los días inciertos.
Pero aun así, hablaré de los regalos, aunque eso me revele como alguien tan naif como inconsciente. Y lo haré porque a medida que pasan los años y se va descubriendo que las capas infames de esta cebolla medio podrida que resulta ser la vida no albergan otra cosa que la nada, una va adquiriendo esa extraña y a menudo inútil sabiduría que siempre llega cuando vivir empieza a ser una suma de pretéritos imperfectos. Ese conocimiento que debería habernos sido imbuido de forma indeleble en nuestro nacimiento, pero que el destino, tan puñetero él, nos permite cuando la mayor parte de nuestro tiempo ya ha transcurrido.
Y entonces somos conscientes de los regalos que nos llegan de forma inesperada pero contundente: Y comprobamos que respiramos al despertar, y que no nos duele nada, y que podemos levantarnos y caminar, y que la ventana abierta nos acerca el rumor del mar, y que huele a café, y la vida es esa suma incesante de pequeños milagros que nunca vemos porque vivimos agobiados por lo urgente, porque pesa más el miedo, porque somos especialistas en inventarnos problemas y complicaciones, como si fuera el único modo posible de vida. Porque no somos capaces de mirar otra cosa que esa zanahoria que nos colocan delante de los ojos que es la gran mentira del coche nuevo que hay que comprarse, de las necesidades inaplazables, de todo eso con lo que escribimos un futuro que será feliz, pero en el fondo sabemos, o deberíamos saber, que no, que nunca llegará ese momento en que todo sea perfecto y nuestra dicha completa, que nos estamos perdiendo las primeras hojas del otoño en el parque, los cafés con los amigos que siempre aplazamos y que un día lamentaremos no haber compartido, cada uno de los gestos de un bebé que antes de que queramos darnos cuenta será adulto.
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Y aun tendremos la poca vergüenza de quejarnos de lo mal que se porta la vida con nosotros, mientras somos incapaces de mirar, de ver esa sucesión de regalos impagables, canciones que suenan en la tarde, páginas gloriosas, la cerveza bien fría, las moras en las zarzas, el atisbo del frío que vendrá, cada encuentro, cada risa, cada nube, cada temblor emocionado.
Y aun tendremos la tentación de perdernos la oportunidad de esa felicidad, aunque sea diminuta, pensando que hay que ser muy iluso, o muy candoroso, o definitivamente imbécil, para no sospechar de la generosidad de la vida que, ya se sabe, cobra caro cada uno de los regalos que nos va poniendo en el camino.
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