Como los lugares propicios al amor de los que hablaba Ángel González, son pocos. Pero ahí están, y encontrarlos constituye el salvavidas al que aferrarse para seguir entendiendo esto que llaman vida y que a veces no lo parece tanto. Pequeñas islas, burbujas ajenas al ... tiempo, impermeables a las lluvias ácidas de malestares, refugios algunas veces, y trincheras otras.

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En estos días extraños en que empieza a hacerse real la vieja y admonitoria frase de que todo va a peor, sólo es posible sobrevivir a fuerza de reductos, de ser capaces de encontrar el espacio acotado, el fragmento de tiempo, el rincón exacto donde la barbarie no nos alcance, donde el desánimo no consiga extender su imperio. Más allá del ruido ensordecedor de tanta desdicha, de esa colección de deslealtades y de ese inventario de desconciertos, se hace imprescindible encontrar un asidero que nos permita seguir manteniendo algún tipo de fe. Y no es fácil, porque la maldad humana, la estulticia, la mediocridad, la injusticia, el dolor, la ignorancia y el odio campan a sus anchas en cualquiera de los ámbitos en los que nos movemos, a mayor o a menor escala, pero siempre con el filo presto a cercenar cualquier posibilidad de ser mediana y razonablemente felices.

Y aunque es fácil abandonarse a la desesperanza, resulta tan sorprendente como estimulante descubrir a esas personas que ocupan esos espacios que consiguen arrancarle a la cochambre humana y al egoísmo. Y ahí están: resistiendo en asociaciones a las que dedican su tiempo, su trabajo y lo que es más difícil aún, la ilusión insobornable, la confianza en no se sabe muy bien qué escondida bondad de unos semejantes que no se cansan nunca de intentar elevar el nivel de decepción. Ahí están, combatiendo el desamparo y multiplicando su propio entusiasmo para acoger, acompañar y pelear por las causas que quedan siempre en los márgenes de los grandes discursos. Ahí están desafiando al individualismo en el que cada vez se nos hace más perentorio refugiarnos para olvidarnos de todo y vivir en nuestra cueva, apelando a lo solidario, a lo común, al codo con codo, convencidos del valor de los muchos pocos cuando se suman. Y ahí están, repartiendo comida, abrigando con mantas, acompañando a quienes están solos en su discapacidad o en su vejez, defendiendo derechos en los barrios y poniendo voz a quienes no la tienen o se han cansado ya, haciendo lo posible por arrancar a la grisura de los días un pedacito pequeño de felicidad para regalarla en las páginas de un libro leído, en un brick de leche, en la compañía, en el grito que reclama lo justo.

Reductos para desafiar este tiempo de miserias y miserables, de insultos y amenazas, de odio, aporafobia, desprecio y marginación. Reductos en los que es posible ver crecer flores entre la basura, y no se sabe muy bien por qué razón la esperanza no se marchita nunca del todo. Gente que contra todo pronóstico y sin grandes declaraciones, consigue algo mucho más difícil que el milagro de los panes y los peces, que también: mantienen intacto el delicadísimo hilo de confianza en la bondad humana que cada día está a punto de sucumbir entre zarpazos.

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