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Son legión y es imposible no encontrarse con ellos. Son víctimas permanentes de las inclemencias climatológicas y suelen lamentar tanto el frío como el calor o la lluvia; la cosa es despotricar contra «este tiempo», sea el que sea. Se deshacen en lamentaciones contra el ... Gobierno y cada una de sus decisiones, pero con las mismas también les molesta la oposición, por blanda, o por tramposa, o por lo que sea. Cualquier resolución municipal les desquicia y no pierden ocasión de expresar lo que opinan respecto a la iluminación, las disposiciones del tráfico urbano, la permisividad con los perros, o la discriminación que sufren. Por supuesto, se quejan de los precios, pero no de una forma razonada, más bien como una letanía aprendida y repetida a lo largo de décadas. Siempre tienen alguna dolencia: el reúma, una persistente tos, la amenaza de cualquier virus, las intolerancias. Lo que a su vez genera nuevas quejas, las que tienen que ver con la lamentable tecnología alimentaria, los tomates que no saben a nada, la fruta madurada en cámaras. El agua del mar siempre está muy fría, o si no, está imposible con las medusas, y los restaurantes están atestados de gente, pero si están vacíos tampoco les sirve porque por algo será. Los funcionarios son impenitentes vagos, que deberían doblar el espinazo a su paso, porque para eso les pagan ellos con sus impuestos. Todo lo que tiene que ver con nuevas tecnologías es un laberinto incomprensible y los atuendos de la gente, intolerables, porque son estrafalarios, porque son indecentes, porque son de tres temporadas atrás. Los niños hacen demasiado ruido, y golpean con el balón en cualquier sitio, y los viejos son lentísimos en las cajas de los supermercados. La programación musical de cualquier festejo parece haber sido pensada como mínimo en los años setenta. Las bicis, los patinetes, los coches, los peatones. Las vacaciones de los maestros. Los mangantes de los políticos. La inmigración y sus consecuencias. Los vecinos con obras en casa, el ascensor ocupado, la factura de la luz, el maldito reggaeton… (Y después, mea culpa, estamos los que nos quejamos de los quejicas)
El volumen de las quejas es insoportable. Alguien habrá dicho alguna vez que quejarse es muy sano, que se desahoga uno, pero olvidaron indicar la marea de malestar que se va generando cuando de la mañana a la noche sólo escuchas a la gente quejarse. Desperdiciando toda su energía en la lamentación estéril, incapaces, dicho sea de paso, de mover un solo dedo para cambiar cualquiera de las situaciones que no les gustan, extendiendo una niebla tóxica en la que cada vez se hace más difícil respirar, sin conceder ni un solo segundo a considerar la energía que se pierde, todo lo que uno podría construir, cambiar, si tratara de redirigirla.
No se trata, por supuesto, de promover una cultura de la resignación, nada más lejos, que martirologios los justos. No. Es esa pérdida constante de tiempo, de palabras, de decisión. Quejarse es un gasto inútil de vida, ese bien tan escaso. Lo molesto es esa música insustancial, de la queja como costumbre, como recurso para establecer cualquier conversación, ese malhumor contagioso e inútil, ese rencor permanente contra todo y contra todos.
Que, curiosamente, y eso lo tengo comprobado, quienes de verdad tienen motivos para quejarse, porque la vida también tiene mucho de madrastra feroz con algunas personas, son justamente quienes menos lo hacen. Los que consiguen escarbar en las profundidades del dolor y enfocarse siempre en esas cosas que también son la vida, y son un regalo.
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