Si tuviéramos algo de memoria y si la experiencia sirviera para algo, ya tendríamos que haber aprendido que nada es imposible, que todo lo malo que se nos pueda ocurrir y que contemplemos como tan improbable que tiende a imposible, sucede. Y si persistimos en ... no creerlo, sólo tenemos que echar la vista atrás, y recordar que si hace cinco años nos hubieran dicho que un año más tarde el planeta entero iba a permanecer encerrado durante semanas, nos habría parecido una broma, una distopía fruto de la imaginación de algún escritor un poco ocioso.
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Pero, queridos, lo imposible también sucede. Y lo olvidamos como si la vida fuera esa sucesión de placideces, simplemente salpicadas de alguna contrariedad menor, alguna desgracia concreta que entra dentro de lo previsible, y dos o tres malos ratos derivados de lo que consideramos que no se aleja de la normalidad.
Hasta que leemos un titular en la primera página de un periódico serio (nada de digitales especializados en 'clickbaits' trapaceros) y es como una sacudida que da el pistoletazo, con perdón, de salida para que en tromba otros periódicos lo señalen como posible: Europa al borde de la guerra, soldados españoles (quince mil nada menos) preparados para incorporarse al frente en el Este, clima prebélico, y se inicia ese baile de argumentos, de previsiones, de amenazas, de análisis, de cháchara insoportable en la que todo el mundo sabe cuáles son los más secretos pensamientos de un líder o de otro, y todos los opinantes parecen tener línea directa con las juntas de estado mayor, lo que les permite predecir cada movimiento. Así que, durante unos minutos, lo que dura el susto de los titulares, sentimos el pánico que trae consigo la contundencia de las palabras. Pero son solo unos minutos, porque, bah, cómo va a ser posible una guerra en Europa, como si no hubiera sido aprendizaje y escarmiento suficiente lo de la Segunda, como si ignoráramos que andar jugando a la guerra supone la devastación mundial, como si… Que es imposible, vaya, y seguimos mirando las alineaciones del próximo partido, los estrenos de películas en las plataformas, el último chotis en Madrid o las andanzas de las Campos. Y no sólo eso: calificamos de agoreros y miedicas a los que se empeñan en escuchar cualquier podcast de iluminados de todo pelaje que hablan de la inminencia de una confrontación, como si nos hablaran de distopías.
Lo que ocurre es que un buen día sabemos que el número de personas con pasta que ha contratado la construcción de búnkeres y refugios en sus casas de campo ha aumentado de forma exponencial y eso nos da qué pensar, porque igual todo lo que nos hemos reído de los preparacionistas sólo ponía de manifiesto nuestra tendencia a acomodarnos a la ignorancia, a creer que nunca pasa nada, y empezamos a sospechar que a lo peor lo imposible también sucede, y estamos viviendo ese tiempo que veíamos en las películas que retratan la despreocupación con que la gente vivió otros tiempos de preguerra, y empieza a producirse una inquietud que no sabemos muy bien de dónde viene, pero que en la cabeza se nos confunde con mascarillas, muertes, silencios y miedo.
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Y, sobre todo, sabemos que es para tomárselo en serio, porque oímos a Borrell decir que no, que la guerra no es inminente en Europa y que no hay que exagerar.
Yo voy a ir pidiendo presupuestos para hacer aunque sea una cuevina pequeña.
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