No está siendo fácil escribir en estas páginas estos días. Por mucho que las palabras sean el instrumento de trabajo con el que nos manejamos, descubrimos con creciente desazón que no bastan, que da igual el acopio de sinónimos, de adjetivos superlativos: no es fácil ... escarbar para encontrar la manera de decir, de describir la oscuridad de los agujeros que las ausencias nos van dibujando cuando nos arrebatan de repente a quien queremos, y nos quedamos abrazados a un dolor que nunca es igual a otro dolor.
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Acostumbrados a necrológicas de compromiso, a frases de plástico para glosar la memoria de personajes prescindibles injustamente encumbrados, o con tantas sombras como luces y, sin embargo, descritos como sublimes, nos quedamos inermes cuando la pena es cierta y quien se va sencillamente único. De poco valen entonces las frases ingeniosas, la lírica ni la épica.
Cuando alguien se muere, aunque lamentemos profundamente todo lo que la vida le ha arrebatado a quien se va, lloramos, sobre todo, por nosotros mismos: por el dolor que nos causa la pérdida, por todo lo que esa persona se lleva consigo cuando nos deja, esa parte que ya no será, eso que no viviremos juntos y todo ese pasado compartido del que nos queda la tarea de recordar a solas. Cuando alguien se muere nos muestra nuestro desconocimiento de la anatomía del corazón, porque de pronto nos duelen huecos que ignorábamos, y respirar se convierte en un trabajo, en la obligación de seguir. Y además tropezamos, según lo próxima que sea la pérdida, con todos esos objetos que quien se fue olvidó llevar consigo y que nos recordarán con un dolor difícil de soportar que esas zapatillas conservan la huella de sus pies, que ese era su cepillo de dientes, que sobre la mesilla sigue el libro que estaba leyendo, que sus gafas se quedan ateridas y tristes, inútiles para siempre. Los no tan próximos también nos vemos atravesados por el desgarro de los nunca más: ya nunca más su voz queda, ni su mirada, ni su generosidad, ni su afecto, ni su inteligencia, ni su trabajo incansable, ni su humildad, ni su interés por todo y por todos, ni su lucidez, ni la sonrisa, ni su acierto, ni su discreción hasta para irse sin que nos diéramos cuenta. Ya nunca más ese número de teléfono, ni esa dirección de correo que permanecen en la agenda y que, como en otras ocasiones, no nos atrevemos a borrar como si guardáramos aún la esperanza de una llamada cariñosa o de un correo escrito con palabras verdaderas.
No he mencionado su nombre y tampoco es necesario. Quienes por aquí escriben y por aquí leen, saben que estoy hablando de quien nos ha dejado sin palabras en las que escudarnos, con un dolor sordo de esos que muerden el corazón.
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Sin otra tinta para escribir que la que nace de los ojos enrojecidos de una madre abatida por una tempestad imprevista, del silencio incrédulo y desolado de una mujer y una hija, de la devastación de una hermana sacudida en lo más profundo. Una tinta de lágrimas: las muchas que he visto estos días en las miradas de todos los que cada día escriben la historia de lo que ocurre y a los que Marce (cuánto duelen las letras de su nombre ausente) ha dejado sin las palabras, que parecen haber huido incapaces de organizarse en frases ni en párrafos. A los que, sin embargo, también deja la fuerza, el ejemplo, la vida.
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