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Hubo tiempos en que tal vez el mayor problema para criar a los hijos fuera trabajar lo suficiente como para darles de comer, y la existencia de familias muy numerosas tuviera la ventaja de que unos cuidaban de otros y todos de sí mismos desde ... muy pequeños. Los conflictos emocionales no se contemplaban ni para padres, que bastante tenían con la batalla del pan cotidiano, ni para los hijos, que aprendían que vivir era duro, pero simple. Y ya.
Que ahora todo se haya complicado es culpa de los tiempos que es lo que decimos siempre, o de lo que sea, pero el caso es que ser padres, si uno se lo toma en serio, que de todo hay, se ha convertido en una carrera de obstáculos que empieza con las dos rayitas del predictor y que no se termina jamás. No sólo hay que ser padres maravillosos, comprensivos, amigos, psicólogos, educadores, equilibristas entre el mantenimiento de la autoridad y el aprendizaje de la libertad: también hay que tejer una red invisible que sujete pero no ahogue, que fortalezca la personalidad sin dar carta blanca para que se conviertan en tiranos, que proteja pero no idiotice, que estimule pero no agobie, que infunda principios pero no adoctrine. Y todo ello mientras las exigencias laborales son insuperables, las hipotecas suben, los virus acechan, hay que hacer un cursillo acelerado para ser un experto informático y controlar (eso sí, sin que se note) la actividad en las redes, lidiar con el fantasma del bullying, de intolerancias alimentarias, las actividades extraescolares, que a saber por qué se multiplican, la vida social de los niños que viene a salir por tres o cuatro cumpleaños al mes, y los pokemon que evolucionan a tal velocidad que es imposible aprenderse todos los nombres.
Es cierto: ser padres es una elección, y algo se ha ganado con respecto a los padres de otros tiempos a los que Dios daba los hijos que le parecía y que solían ser bastantes. Pero también ahí está la presión, porque eso de 'y los niños pa cuándo' se repite más que lo del anillo de Jennifer López, adornado con lo de la responsabilidad por la baja natalidad, en franco conflicto con las dificultades de conciliación y el temor que lleva a la decisión responsable de no tener hijos en un mundo que no solo está como está, sino que todo indica que estará aún peor.
Con este panorama es normal mirar con envidia a Alemania y su Kur, ese permiso para padres estresados que permite (con receta del médico, por supuesto) tres semanas de retiro en unas clínicas financiadas por el seguro, con todos los gastos y terapias incluidas para padres e hijos, en la convicción de que este tipo de tratamientos previenen males mucho mayores. En Alemania el fuerte aumento de solicitudes de Kur está alertando a las autoridades acerca de la importancia de lo que está sucediendo. En otros países tenemos que enfrentarnos cada día con cifras que empiezan a dar miedo.
Y aunque para algunos (empezando por los propios alemanes) se haga un poco cuesta arriba eso de que en esas tres semanas la vida saludable y de reposo incluya no beber ni una gota de alcohol, no deja de ser esperanzadora la iniciativa. Pero, eso sí, lejana.
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