La vida moderna, sustanciada en la tecnología, nos ha librado de una tediosa tarea que los principios de año, durante mucho tiempo, debíamos afrontar con la llegada a nuestras vidas de las agendas, que además de organizarnos las horas nos permitirían saber en qué día ... vivíamos y tratar de equilibrar lo del querer y el poder, aunque casi siempre saliéramos perdiendo.

Publicidad

Las agendas de papel, de las que yo soy muy fan, siguen existiendo y gozan de buena salud, pero hay una parte, presente en todas ellas, que ha desaparecido por suerte, sustituida por ese pequeño cerebro portátil que llevamos en nuestra mano continuamente y a quien hemos confiado, entre otras muchos asuntos, la mayor parte de los datos que ocupaban nuestra memoria. Apenas hay agendas que incluyan aquellas páginas dedicadas a anotar las direcciones y sobre todo los teléfonos de nuestros contactos.

El tedioso momento de pasar de una agenda a otra los números de teléfono constituía un auténtica prueba de fuego, y muchas veces terminamos chamuscándonos: ahí estaban los nombres y las cifras que nos sabíamos de memoria (porque entonces, sí que nos sabíamos números de memoria) pero que por alguna razón nos planteaban el dilema de incluirlos o no en la nueva agenda: ahí estaban amigos y familiares que habíamos perdido en los últimos meses, relaciones rotas, contactos laborales con pésimas consecuencias y, lo que era aún peor, nombres que muchas veces éramos incapaces de asociar a personas en concreto. Todo eso nos sumía en un estado de indecisión sobre el destino final de aquella anotación: ¿debería quedar olvidada para siempre en la vieja agenda? ¿La indultábamos con la esperanza de que mejoraran las relaciones? ¿Nos imponíamos a la pena de la ausencia de los que ya jamás podrían responder a nuestra llamada?

Los teléfonos y su aplicación de contactos nos liberan de esa desazón, pero, a cambio, el volumen de nombres y números aumenta de tal manera que acaba por convertirse en una selva en la que transitar se hace complicado. La falta de actualización hace que se nos haya olvidado quiénes son muchos de los que mantenemos archivados, los cambios de número de teléfono nos devuelven a veces imágenes en la foto de perfil de absolutos desconocidos que ahora son titulares, y solo nos salva la opción de búsqueda de contactos concretos.

Publicidad

Algo así, sólo que infinitamente peor, pasa cuando nos da por volver a entrar en esas redes sociales que tenemos casi abandonadas. Es mala esa sensación de perplejidad que nos lleva a preguntarnos cómo pudimos admitir como amigos a personas que no conocemos y cuyas publicaciones nos producen, en el mejor de los casos, indignación. Es malo, también, comprobar que tenemos más de ochocientas personas esperando nuestra confirmación para ser amigos, expresión esta que es una de las más absurdas que se nos pueden ocurrir. Pero lo peor de todo es recorrer la lista de los amigos y comprobar que parece que estamos paseando por un camposanto: que hay sonrisas que han desparecido para siempre, gente que queríamos en la distancia, y en la presencia, que permanecen en nuestra pantalla mirándonos desde la vida que ya no es, palabras, emoticonos y abrazos. Y esas ganas infinitas de decirles ahora que ya no es posible todo aquello que en su día nos callamos.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

3 meses por solo 1€/mes

Publicidad