Es cierto, vender es difícil. La oferta es amplia y los compradores caprichosos: hoy te adoran y mañana te engañan con el primero que les cuenta una milonga. Los creativos, los apóstoles del marketing, andan los pobres con problemas de sueño, con el 'burn out' ... ese, y con estrés crónico, con su puesto de trabajo pendiente de un hilo porque el más difícil todavía circense ha trasladado su pista a supermercados, marcas y tiendas varias. Las cuentas de resultados se convierten en guillotinas, prestas a llevarse por delante cabezas que, de todas formas, exprimidas como limones, ya no darían más de sí en un tiempo.

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Así que igual deberíamos ser un poco más generosos y benevolentes a la hora de enjuiciar sus ocurrencias: no es fácil atraer la atención, no lo fue casi nunca, pero en estos tiempos de viralidades, de volátiles mensajes, de gustos volubles y de descarnada batalla por la originalidad, conseguir vender, conseguir la notoriedad se hace poco menos que imposible. Por eso, aunque lo primero que se nos ocurre sea troncharnos de la risa, o enfadarnos, o sentirnos insultados ante las ideas peregrinas que buscan atraer nuestra atención y nuestros bolsillos, no estaría de más pensar que detrás de esa idea hilarante o indignante hay una persona (o varias) urgidas por sus jefes supremos para parir algo que permita a la marca, o a la empresa sobresalir, aunque sea durante un ratito, en el proceloso océano de las ideas geniales con fecha de caducidad.

A los vaqueros rotos ya nos hemos acostumbrado. A las zapatillas desvencijadas y como recién salidas de un barrizal, con un precio de mil quinientos euros, sucumbieron algunos porque la marca era del mismo supermodisto que vendió para hombres una falda –que no era más que una toalla arrollada a la cintura– por unos novecientos dólares.

Porque se trata de eso: de pagar más por lo mismo (o peor). Hace unos años el peluquero más famoso de Nueva York, con lista de espera para hacerse cortes de pelo de mil euros, declaraba que él era el mejor porque cobraba más. No al revés, lo he escrito bien. Era el mejor, porque cortarse el pelo en su establecimiento era un signo de distinción: quien lo hacía era porque podía permitírselo y eso lo convertía en el mejor.

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Siempre supimos que lo del valor y el precio y distinguir lo uno de lo otro exigía tener un poco de criterio, bastante sensibilidad y una tonelada o dos de sentido común. Los tiempos que corren, vaya por Dios, no hacen más que acrecentar el número de los necios que, ya lo decía el refrán, eran los que no distinguían lo uno de lo otro.

Pero como no hay más remedio que vender y vender y vender, y la competencia es atroz, seguirán apareciendo ideas extravagantes, estupideces consumadas, 'influencers' que venden (los ofrecen, yo me pregunto si alguien los comprará) convenientemente envasadas, y acompañadas de pétalos de rosa, sus propias ventosidades; nos venderán gafas con limpiaparabrisas, kits para matar vampiros, crocs para perros, detectores de ovnis y muchos otros productos que no nos parecen tan extravagantes como estos, pero que poco a poco se cuelan en nuestra vida y se convierten en imprescindibles.

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Así que a ver quién se extraña porque a alguien se le haya ocurrido vendernos un amor para siempre o para un rato por el mismo precio de una piña.

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