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Supimos, aunque nunca nos atrevimos a decirlo en voz demasiado alta, que la pandemia sería el detonante que terminaría por hacer estallar una acumulación de malestares de difícil solución. Pasamos de puntillas sobre el dolor, nos hicimos los locos por el procedimiento de, ya que ... estábamos, poner distancia también con los sentimientos, y hacer como que nada de aquello iba del todo con nosotros: si era una pesadilla, como tal habría que vivirla, en la confianza de que despertarnos nos devolvería a la vida que una vez conocimos.
Se nos olvidaban las heridas. Los duelos a medias o simplemente inexistentes. Los tratamientos demorados. La falta de atención en lo importante relegado por lo urgente. Aplaudíamos y cantábamos 'Resistiré' como antídoto contra lo que ni siquiera nos atrevíamos a nombrar y que iba más allá de las muertes sin despedidas ni funerales, de todo lo que sucedió y en lo que no quisimos detener la mirada. Porque era imprescindible seguir avanzando, aguantar el tirón, no prestarle más atención de la necesaria a todo aquello.
Y por muchas voces que advirtieran de lo que podía suponer la pandemia, las semanas de confinamiento, la angustia, es ahora cuando empezamos a comprender el alcance que tuvo ese paréntesis terrible en que vivimos: las enfermedades graves cuyo diagnóstico no se hizo a tiempo, los agujeros que nos quedaron en el corazón, las renuncias que parecían mal menor, pero se han revelado como profundamente lacerantes.
Y entre tanto, como una maldición, empezamos a caer en la cuenta de que lo que eran noticias tirando a excepcionales, se convierten en sucesos de a diario, cifras que nos encogen el alma, un sustantivo que cuesta pronunciar, una agónica lista de nombres que casi siempre son iniciales, detrás de cada uno de los cuales hay una historia de personas jóvenes o mayores, que dicen que no puedo más, aquí me quedo, aquí me quedo, desoyendo las 'Palabras para Julia' de Goytisolo. Y otras muchas historias, las de la devastación de los próximos, ese dolor colosal que se quedará para siempre. Y no, no es solo consecuencia de la pandemia, pero es cierto que puestos a sumar factores, también hay que incluirla, porque el roto que se nos hizo de forma colectiva en el alma cuenta. Como cuentan las listas de espera, las deficiencias en Salud Mental y no por los sanitarios precisamente. Y esta vida que nos hemos dejado adjudicar, con todos los ingredientes para que el malestar se instale, para que la angustia nos gane, para que los miedos y la ansiedad y la depresión y el dolor se hagan dueños de las voluntades en complicidad con la soledad, que también contribuye a matar. Y este tiempo en el que la maldad de algunos ni siquiera se afea y es posible acosar y hacer la vida imposible, romper cualquier posibilidad de defensa, abocar al precipicio. Este tiempo en que tantas redes, tanta comunicación, tanto ruido, tantas palabras inútiles no pueden sustituir a un abrazo. Todo lo que contribuye a adelgazar cada vez más la línea que separa la vida de la muerte, la zona de aquí, en la que cada vez es más difícil atisbar un poco de esperanza, alimentarla con cuidados y con afecto, de la zona de allá, la de la oscuridad de la que no se regresa.
Esa línea tan fina, que nadie está a salvo de cruzar. Y al otro lado, el abismo.
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