Ya hemos aprendido que una vida no nos basta, que la brevedad del tiempo del que disponemos y lo mucho que lo perdemos en tareas absurdas y en malestares incomprensibles nos aboca irremisiblemente a la melancolía de lo que no puede ser. Esta lamentación tan ... antigua como el ser humano hizo que a los dioses, poco dados a las blanduras, se les enterneciera el corazón, y entonces alguien inventó los libros, y con ellos se abrió el horizonte de posibilidades: las personas descubrimos que una vida no bastaba, no, pero leer nos permitía vivir tantas vidas como fuéramos capaces de llevarnos a los ojos. Leer es el grandísimo de los milagros.
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No sé si son buenos tiempos para la lectura. Las cifras brutales de ventas, el número de títulos que se publica, las infinitas posibilidades que abre la autoedición y otros inventos, hacen que la oferta sea tan amplia que de nuevo nos visita, y con razón, el fantasma de las vidas que nos faltarían para llegar a una ínfima parte. Por otro lado, son muchas las voces catastrofistas que advierten de que si los índices de lectura, de que si la fragmentación de la atención lectora que suministra internet, y todo eso que ya nos sabemos de memoria. También sabemos que los libros llevan sobreviviendo a todo: la radio iba a acabar con ellos, no digamos el cine, la televisión después, internet, y hasta el libro electrónico que, aunque solo es un cambio en el soporte, se presentó en los últimos años como el gran enemigo del objeto que conocemos por ese nombre.
Fuimos muchos los que peleamos por hacer entender a los renuentes ese milagro de la lectura. Repetimos hasta la extenuación que quien tiene libros nunca está solo, que leer es tener acceso a vivir mil vidas, que los libros son un billete a cualquier lugar del mundo, que leer es conocimiento, que… Pero era un empeño inútil. Leer (que no comprar libros) se ha convertido en una actividad residual, y las excusas para no hacerlo resultan tan patéticas que hace ya tiempo que procuro ni siquiera escucharlas. Y esto, aunque pudiera parecer terrible, tiene, por el contrario, una consecuencia sumamente atractiva: los lectores nos hemos convertido en una suerte de hermandad secreta, en unos conocedores casi clandestinos de enigmas y universos que no están al alcance de cualquiera. En solitario, pero también en común: los clubes de lectura, las tertulias improvisadas en librerías, las conversaciones, algunas comunidades sigilosas en las redes. Lectores y escritores compartiendo emociones y vidas, historias y conocimiento, entregados los unos y los otros a ese milagro de multiplicar las existencias posibles, de abarcar infinitos construidos con palabras.
Leer no es obligatorio, no debe serlo: nadie puede conjugar en el modo imperativo ningún placer. Allá cada uno con sus pantallas, con sus deliberadas y elegidas ignorancias, con su desprecio ostentoso por los libros para los que, dicen, no hay tiempo, desconocedores de que si hay un modo de multiplicar vidas y horas es leyendo. Ellos se lo pierden.
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Entre tanto, a los de la hermandad lectora nos quedan aún un par de días para disfrutar del inconmensurable júbilo de los libros en la Felix: para agradecer a los libreros, esa raza de sujetos sospechosos de multiplicarnos los sueños, su trabajo de cada día, el que nos acerca a una inmortalidad, transitoria sí, pero tan deliciosa como absoluta.
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