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Aun a riesgo de convertirme en la más impopular del mundo, igual debería decir que estamos viajando por encima de nuestras posibilidades. Y no me refiero únicamente al costo que representa viajar (que también, y sabemos que hay gente que recurre incluso a un crédito ... para ello), sino a algo mucho más profundo. De unos años a esta parte sospecho que existe una inercia de movimiento continuo, de no pararse en ningún sitio, de transitar de un país a otro, de una ciudad a otra. Hay quien hace listas de los lugares que hay que ver antes de morir, que se acoge a las listas de los doce pueblos más bonitos de la Provenza, las doscientas bellezas naturales imperdibles, los treinta rascacielos más impresionantes, o los diecisiete restaurantes donde mejor se cocina el cochifrito, y van tachándolos uno a uno, en un empeño por cumplir quién sabe qué mandato o qué pulsión.
No hay nadie, o apenas nadie, que preguntado por sus gustos y aficiones no incluya la palabra viajar. Más que leer, más que el cine, más que ninguna otra cosa. Y como, además, a todo el mundo le da por lo mismo, recorrer una ciudad o un país, o hasta un pueblo o una senda, se convierte en una romería en la que nos pongamos como nos pongamos, sobra gente.
Este último verano hemos empezado a sufrir aquí esa necesidad de moverse continuamente, de ir a los sitios, de viajar, y nos hemos convertido en receptores de muchedumbres que antes habíamos padecido en otros lugares cuando jugamos el papel viajero. Y empezamos a sospechar que igual algo está mal en esta ecuación que pretende hacernos creer que a más turismo, más beneficios y más ingresos, y los costes no compensan. Y tal vez eso nos haga plantearnos que algo habría que cambiar en este movimiento perpetuo que nos tiene de un lado para otro, acumulando miles de fotos que nunca volveremos a mirar.
Pío Baroja, como era listo, seguro que reformularía aquella verdad de entonces, lo de que el nacionalismo se cura viajando. No está muy claro que esto sea así, cuando advertimos la cerrazón de mollera que se gastan tantos y tantos turistas, que llegan, se fotografían sosteniendo la torre de Pisa, o intentan hacerse un 'selfie', y protestan airadamente si no se lo permiten, después de hacer cola durante un par de horas a pleno sol para entrar en un museo que 'hay que visitar'; los que viajan a un país del que no guardarán memoria porque se pasan los días durmiendo en el hotel y las noches emborrachándose como cubas en las discotecas, los que pastoreados en rebaños visitan a toda velocidad lugares que encuentran sospechosamente peores que su propio pueblo; los que, muy ecologistas ellos, no tienen problema sin embargo en surcar los mares en artefactos monstruosos que generan contaminación sin cuento, los que cruzan océanos para ir a tirarse al sol en una playa que tampoco es tan distinta de la que tienen al lado de casa, los que arrastran maletas en las que su desasosiego y su frustración también viaja con billete de vuelta.
En un movimiento continuo, difícilmente puede uno aprender nada viajando cuando lo primero que se busca al llegar a un lugar son los restaurantes de comida rápida de las franquicias, las que hacen que da igual donde vayamos, que en realidad, siempre seguiremos en el mismo sitio.
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