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Sostengo que vivimos anestesiados. Sostengo también que vivimos con la piel finísima, curiosamente, dispuestos a indignarnos por fruslerías. Por tanto, vivimos en una pura contradicción, ... pero no sé hasta qué punto esto es nuevo o siempre ha sido así y cambian las circunstancias, pero la paradoja como forma colectiva de pensamiento es inamovible.
Mantengo la esperanza de que el tiempo nos permitirá evaluar y entender algunas de esas contradicciones, y eso siendo benévola, porque en realidad deberíamos llamarlas por su nombre, es decir, puros sinsentidos, que transitamos sin inmutarnos. Para entonces, para cuando seamos capaces del análisis, ya será demasiado tarde y nosotros, o quienes vengan detrás, nos extrañaremos de la inconsciencia que presidió nuestra vida: cómo fue posible que dejáramos que sucedieran determinadas cosas y cómo pudimos vivir ignorando la evidencia.
Lo pensaba el otro día, fascinada por el ardor guerrero del que se contagia esta ciudad con la cosa de los desfiles, los festivales aéreos y otras maravillas marciales. Una multitud enfervorecida, seducida por aviones y portaviones, por máquinas terrestres, por una exhibición orgullosa de poderío militar. Para la mayoría de los que aplaudían las evoluciones de unos y de otros, la guerra, me temo, es eso: un despliegue festivo, simpáticos soldados de buen ver, vistosos paracaídas y una cabra. Porque la guerra, la de verdad, es otra cosa, y sucede lejos, les pasa a otros y siempre estamos protegidos por una pantalla que la convierte en algo que se parece a la ficción. Aquí, el sol, el vermú, lo bélico como pura diversión, la ocasión de sacar pecho ante un poderío que se quedaría en nada, que no serviría de nada si a uno de los que tienen el botón adecuado para hacer saltar el planeta en pedazos le da por apretarlo. A ver de qué vale, entonces, todo esto. A ver en qué se queda este entusiasmo si los tiros son de verdad, si las bombas estallan, si la sangre no es atrezzo, si los soldados (los que sean) exhiben su potencial crueldad, si la gente (algunos, todos, los suficientes) dejan salir las peores pasiones que permanecen dormidas porque es fácil domesticarlas cuando no hay conflictos armados. A ver qué ocurre si la guerra, de pronto, deja de ser un decorado, una película, una representación, y se convierte en algo real.
A ver qué hacemos entonces con esta anestesia que nos permite ignorar la cercanía de una guerra que está tan próxima, los delicados equilibrios que pueden evitarla o los simples aleteos de una mariposa que pueden provocar el mayor de los conflictos. A ver qué hacemos para entonces con esta contradicción que nos tiene de brazos cruzados (tampoco podemos hacer mucho más, cierto) ante el horror, en tanto que ponemos el grito en el cielo y nos sentimos ofendidísimos, y comparamos con el apocalipsis cualquier erosión mínima en la piel de nuestra confortable existencia, cuando lo que ahora sólo es cosa de los otros, también sea cosa nuestra. Cuando el estruendo de los aviones y su carga de muerte, nos obligue a rezar lo que uno sepa, a correr en busca de refugio que tampoco servirá de mucho. Cuando a nadie se le ocurra aplaudir.
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