Ahora que parece que se ha diluido la espuma de la decepción, de los exabruptos doloridos, del 'yadecíayo' y del 'quénecesidadhabía', y Rafa Nadal tiene menos adoradores y más dinero, tal vez sea el momento de considerar en frío si no estaremos equivocándonos en la ... percepción y en las conclusiones, en la forma en que nos aferramos a nuestra necesidad de héroes o de mitos y siempre fallamos el tiro porque, a lo mejor, sólo a lo mejor, los héroes no suelen tener visibilidad, y los mitos siempre serán el resultado de nuestra propia imaginación y de nuestras gana de investir con cualidades imposibles a quien no siempre (de hecho, prácticamente nunca) las posee.
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Durante siglos hemos asistido a la discusión sobre si había que diferenciar al autor de su obra. Es sabido que esa insistencia por conocer los pormenores biográficos de escritores, pintores, músicos y demás no suele mejorar su trabajo, que será el que sea, mejor o peor, pero habla por sí mismo, sin necesidad de que convirtamos en un ser de referencia moral intachable a su autor, y sin necesidad de que el conocimiento de las miserias personales devalúe el valor artístico objetivo de sus cuadros, sus libros o sus sinfonías.
Pero es que nos pasamos la vida buscando referencias entre las personalidades públicas, entre los artistas, santos en su versión religiosa y laica, que nos iluminen una conducta y un camino para el que no tenemos más antorcha que nuestra propia capacidad de decisión. Y a la inversa: denostamos de forma inmediata un cuadro porque su autor tuvo una conducta reprobable, porque sus principios diferían muy mucho de los nuestros (a los que hemos llegado trescientos años de evolución más tarde). Y todo ello se convierte en un laberinto sin salida, en el que se confunde nuestra percepción moral con el valor artístico y con los detalles de una biografía que termina por abocar al desprecio de una carrera artística, que sería notable de no conocer el tipo de persona que fue capaz de formularla.
Antes pasaba sólo con el arte, pero los héroes modernos juegan al fútbol y al tenis, y confundimos su capacidad para dar patadas y raquetazos con el color de su alma, y pensamos que quien mete goles espectaculares y gana torneos tiene que ser también un modelo en todo, aparte de que lo sea en el asunto de la superación, el esfuerzo para seguir siendo campeón y todos esos valores que supuestamente el deporte tanto contribuye a formar en las jóvenes generaciones. Y como mezclamos todo, pensamos que el actor o la actriz que nos enloquece son expertos conocedores de cafés o perfumes que por supuesto tienen que ser los mejores del mundo sólo porque los anuncian. Y desleído con sus éxitos deportivos, con sus obras, nos vamos tragando el espejismo de unas vidas ejemplares que ni lo son ni tienen por qué serlo.
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Y luego nos enteramos de que a Rafa Nadal le pagan una cantidad indecente por blanquear a un país lamentable y nos rasgamos las vestiduras. Como si aún no hubiéramos aprendido que los héroes de verdad no llevan relojes de miles de euros, ni se pasean en yate: casi siempre se levantan de madrugada y, calladamente, mejoran la vida de los demás. Sin aplausos.
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