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Cuando mi hija era adolescente hubo un día en que la sometí a la para ella tortura de escuchar las canciones que habían constituido eso ... tan tópico de la banda sonora de mi propia infancia y primera adolescencia, los éxitos de cada año, lo que sonaba en las emisoras de radio. Por entonces ella me dijo que bastante bien había salido yo con la educación sentimental que había tenido, sustanciada en aquella colección de lugares comunes, de amores excesivos y bastante tóxicos y de un clarísimo machismo, que (eso se lo expliqué), naturalmente era puro reflejo de lo que sucedía en la calle, en las aulas, en las relaciones. Lo que había.
Cierto, a aquellos años de tardofranquismo y de primera transición les siguieron los ochenta con su desmadre estético y artístico, y los planteamientos sentimentales que ilustraban las canciones que se convertían en éxito también evolucionaron. Todo cambió, todos cambiamos. O eso parecía.
Viene todo esto a cuenta de algo que he leído y le ha dado la razón a lo que me venía temiendo. Un estudio de la Universitat Pompeu Fabra concluye que las canciones actuales más reproducidas en las plataformas promueven en sus letras un sexismo, y una hipersexualización, con su consiguiente cosificación de la mujer francamente llamativa.
No hacía falta que ese estudio viniera a señalarlo, porque ya podíamos haber ido cayendo en la cuenta de que las letras de todas esas canciones que copan los primeros lugares en las listas de éxitos de las plataformas de streaming proporcionan una visión de las relaciones personales y de la cosa del tradicional cortejo de forma que nos asusta, especialmente a quienes fuimos viviendo esa evolución que desde mediados de los setenta, a veces a trompicones, y a veces con mucho esfuerzo y paciencia, nos hizo creer que las generaciones futuras no estarían sometidas a los mensajes que constituyen esa educación sentimental inevitablemente apoyada en las músicas que una escucha y tararea.
Las explicaciones para que a medida en que se conquistan derechos (no tantos, no todos) que colocan a las mujeres en un plano que puede acercarse al de la igualdad, las músicas populares perpetúen y además incrementen una visión lamentable, presidida por un machismo indecente y una reducción de las mujeres a puro objeto de un placer del que ellas raramente participan y si lo hacen es ad maiorem gloriam del varón, pueden obedecer a varias razones. Una de ellas, no sé si la más inocente, tiene que ver con el algoritmo: si antes, en aquellos tiempos pretéritos de la radio como único vehículo, única fábrica de éxitos, nos rasgábamos las vestiduras porque adivinábamos el trapicheo económico de las casas de discos, las emisoras y demás, ahora lo fiamos todo a una cuestión de audiencia: es el algoritmo en función del número de reproducciones quién decide qué canciones son importantes. Y no parece que haya mucho criterio en las cabezas de quienes escuchan permanentemente esas canciones en las que también cuenta y mucho la facilidad para imponer un ritmo que permita mover el culo con 'gracia'.
Claro, que también podría ser que, puesto que la mayoría de los intérpretes de esas canciones que alcanzan la dudosa gloria de los números uno parecen cantar justo después de una sesión en el dentista, sean muy pocos quienes llegan al también dudoso privilegio de entender ni un solo verso de esas afortunadamente efímeras obras de arte musical.
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