A veces querría ser francesa. Vengo de una cultura que en lo del aprendizaje del idioma tenía en el francés casi la única referencia, porque en el colegio nunca pudimos elegir, y aunque a efectos prácticos me habría sido más útil conocer el inglés, no ... me arrepiento para nada del modo en que el estudio de la lengua francesa sirvió para sumergirme en una cultura, una literatura y unas canciones que no sé si me habrían proporcionado la misma educación sentimental en cualquier otra lengua.
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A veces, digo, querría ser francesa, aunque haya muchas cosas que detesto, porque leo que miles de personas se han reunido en el entorno de la Torre Eiffel para hacer una especie de concurso de dictados y me da mucha envidia. Que ya sé que habrá gente que me lea con horror, porque esa práctica ligada a nuestra infancia era para algunos si no una pesadilla, por lo menos una pesadez, pero qué quieren que les diga, para quien está enamorada de las palabras todo aquello que contribuya a que ese amor se manifieste en una perfección en el uso del lenguaje no deja de ser envidiable.
La ortografía es una de esas manifestaciones de amor a una lengua. Usarla bien, con propiedad, con rigor y sin errores, y hacer del cumplimiento de sus reglas algo parecido a una religión, se ha convertido en algo tan obsoleto para la mayoría de los hablantes, que quienes lo practicamos casi siempre tenemos la sensación de estar viviendo en otro tiempo: aquel en el que existía un libro en el colegio que se llamaba –flipad, chavales, 'Dictaditos'. El desprecio por la ortografía que nos rodea nos convierte en animales ni siquiera mitológicos, prehistóricos sin más. Y en unos tipos muy antiguos.
Y, sin embargo, reivindico y no me cansaré, lo de escribir respetando la ortografía. Y no sólo por pura convención. Para quienes amamos el lenguaje, una mala sintaxis, un texto escrito con toda clase de barbaridades, acaba convirtiéndonos en unos repunantes de cuidado, que se lo piensan dos veces antes de entrar a comer en un bar en cuya pizarra de menú exhibida en la calle se anuncian platos que igual están muy ricos, pero que al estar mal escritos nos hacen desconfiar. Hace muchos años, en aquellos remotos tiempos de los primeros chats, una amiga tenía un método de relación inamovible: cualquiera que le hiciera un privado y en las primeras frases tuviera una sola falta de ortografía, quedaba automáticamente eliminado, así fuera igualito que Brad Pitt. Porque lo de las redes y el uso de la ortografía es otra: sangran los ojos y se revuelven las tripas. Y encima hay que escuchar esa frase exculpatoria tan repetida, que es que no pongo tildes ni me fijo en las faltas porque escribo rápido. En fin.
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De la sintaxis y del vocabulario ya hablaremos otro día. De momento, mientras bendigo la idea de un amigo que sólo responde a los whatsapp de su hija (que generalmente sólo se dirige a él para pedirle pasta) si están escritos con absoluta corrección, creo que seguiré envidiando un poco a los franceses, suspirando por un mundo en el que se cuide la ortografía, y dejando en el aire la idea de organizar un dictado multitudinario en la Puerta de Alcalá, o, ya puestos, uno en el Muro de San Lorenzo. En asturiano, que digo yo que también.
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