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Antes, no. Antes los veranos eran largos, se extendían desde que te daban las notas allá por junio, con las cerezas madurando en los árboles y la promesa de un tiempo interminable que te separaba de la vuelta al colegio a la que llegarías con ... un par de centímetros más de altura, mataúras diversas en las rodillas, y un equipaje emocional de momentos, descubrimientos, olor a nivea, manzanas, bicis y canciones de Los Diablos. Los veranos de entonces te conectaban sin que fueras muy consciente de ello con una vocación de eternidad, que sí, que en un momento se terminaba, pero entretanto, podías entender que el tiempo, tan lento en aquellos días, se quedara en suspenso. Entonces, el infinito era mucho más que una palabra, tal vez porque ni siquiera se nos ocurría pronunciarla.
Pero eso era antes. El verano, lejos de esa naturaleza de horas flotantes de entonces, ha aprendido a teñirse del color de la premura y por alguna razón desconocida ha perdido su condición de simulacro de perpetuidad. Nada como el verano para mostrarnos el valor exacto de la fugacidad a medida que nos vamos haciendo mayores. Ya sabemos que el tiempo huye con una velocidad en proporción directa con las expectativas que tenemos para aprovecharlo. Tenemos tanta codicia de eternidad, que nos resignamos a dar por buena cualquier tregua que nos prometa días largos, y jugamos a ignorar esa certeza. Por eso en vísperas de las vacaciones, ese tiempo en que podremos hacer tantas cosas, llenamos la maleta o cargamos el ebook con libros que esperamos leer y la mayoría de los cuales volverá sin que hayamos podido dejar que nuestros ojos vagaran por las líneas que prometían historias, como volverán también vacíos los propósitos de atrapar, esta vez sí, el momento, sea eso lo que sea.
Porque resulta que el tiempo es una engañifa tremenda, y de la dimensión exacta de esta gran estafa nos hacemos cargo cuantos más años cumplimos y cuanto más se vislumbra la inexorable verdad: no, no podremos hacer todo lo que queríamos, ni en las vacaciones ni en la vida, no podremos ni siquiera rebajar la pila de los libros pendientes porque nuestro deseo de lecturas nos lleva a comprar muchos más de los que conseguimos leer. No vamos a aprender esos idiomas que queríamos, ni vamos a poder viajar a todos los destinos con los que soñamos, ni vamos a poder ver todas las películas que deseábamos, ni escuchar todas las músicas. No, todo quedará inconcluso, porque esto de la vida es un timo, y lo que pensábamos que eran almanaques repletos de posibilidades resultan ser estampitas que nos dejan con cara de tontos.
El verano, lejos ya aquellos machadianos días azules de la infancia, no es más que un suspiro, la medida exacta de nuestra propia pequeñez, la constatación de que no nos alcanza la vida para tanto deseo, el paréntesis necesario para seguir engañándonos y afrontar la grisura de otros días (lluvia, ceniza, obligaciones, compromisos) que también pasarán veloces, en una carrera interminable hacia la nada, mientras seguimos mintiéndonos, asomados a la tristeza de los otoños de luz escasa, escudriñando el calendario, soñando con el próximo. El próximo verano, sí.
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