Definitiva orfandad

Perder al último de nuestros tíos nos coloca sin remedio en el borde mismo de un precipicio que más pronto que tarde, eso de la ley de vida, acabará engulléndonos en un olvido también para los que se quedan

Sábado, 20 de julio 2024, 02:00

Hace unos días perdí al último de mis tíos, y esto con ser un acontecimiento íntimo y personal, con poco de extraordinario, anda dándome vueltas por la cabeza, y abocándome a más laberintos de los que creía que iba a traer consigo.

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Más allá de ... la pena, de lo puramente afectivo, del reconocimiento y la gratitud a quien estuvo ahí durante toda mi vida, a su generosidad y su sentido del humor, a todas aquellas complicidades, y la admiración por su insobornable responsabilidad y capacidad para trabajar, también se impone otro sentimiento, aún más profundo, que es el que anda por ahí dentro, enredando con mi voluntad y confabulándose con la pena, a la que complementa y en la que resucita otras penas, otras ausencias: con la muerte del último de la generación familiar que nos precede, la orfandad que ya creíamos superada reaparece transformada en una red impracticable, y trae consigo la evidencia de la pérdida definitiva y no solo de las personas, de los abuelos, del padre, de todos los tíos: también se pone de manifiesto la fragilidad de todo, la pérdida inexorable de la memoria familiar, de todo aquello que formaba parte del relato y no recogimos a tiempo, de las historias diminutas que ya nadie nos contará, de las anécdotas que nos hicieron reír en tardes de tribu, empanada y fiesta que no necesitaba una marca en el calendario. Todo lo que se llevan consigo a ese olvido al que ya no podremos arañar el nombre de aquel familiar lejano que fue sargento en la guerra de Cuba, o cómo fue aquello del oso con el que se enfrentó el abuelo, o a identificar a esas personas anónimas que no reconocemos en fotos manchadas de tiempo, las heroicidades cotidianas, los fragmentos de Historia grande engarzados en historias pequeñitas, los silencios que ya nunca encontrarán palabras que los traduzcan, los secretos que se convertirán en irresolubles enigmas, todos los detalles que fueron tejiéndose en un lienzo que creíamos que conocíamos en todos sus pormenores de gloria corriente, y que ahora se diluye y se nos va de las manos. La memoria, tan fugitiva. La memoria que es lo único que nos hace ser quienes somos, y no ese envase vacío sin conexión referencial alguna

Cada vez que alguien se muere se lleva un tesoro incalculable, inmensamente superior a cualquier disposición testamentaria. Cierto, que eso igual tampoco importa mucho: vivimos tiempos en que la desmemoria cotiza al alza y a quién le importa ese océano de palabras y de imágenes, ese encaje de lágrimas y de risas, de renuncias y de decisiones, de paisajes, casas, lugares y personas que sólo habitaban en su memoria y de las que ya nunca oiremos hablar. El relato familiar que desaparece mordido a dentelladas por el olvido, más persistente, más tenaz, y que es ahora cuando descubrimos que es infinitamente más poderoso que nuestra torpe voluntad de huérfanos que naufragan en la búsqueda estéril de mantener a flote lo que nos ha convertido en gran medida en lo que somos, la genealogía de los sueños que aún no hemos puesto en pie, la complicada narrativa de los afectos, los miedos, las derrotas, los abrazos y la esperanza.

Y también, solapada en esta confusión de pérdidas y extravíos, de la mordedura feroz de las ausencias, la evidencia insoslayable: perder al último de nuestros tíos nos coloca sin remedio en el borde mismo de un precipicio que más pronto que tarde, eso de la ley de vida, acabará engulléndonos en un olvido también para los que se quedan.

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