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El horror no se acaba. Ni la muerte, ni el sufrimiento en esta cinta de Moebius que transitamos en una vocación de infinito sin punto final. A una guerra la suceden desastres naturales y a estos, atentados terroristas y más accidentes, y los crímenes, y ... siempre el miedo. Las desgracias en cualquier lugar del mundo golpeando sistemáticamente nuestra conciencia de las que, al menos de momento y sin que sirva de precedente, seguimos a salvo, actualizando el viejo refrán de las barbas a remojar, porque ya hemos aprendido que no estamos libres de padecer ninguna de las puñaladas de un destino que no estará escrito, pero que parece implacable en su decisión de imponerse.
Podría decir que ya hemos aprendido, pero no sé si será demasiado arriesgarse, porque el ser humano es tozudo por naturaleza, y lo de escarmentar en cabeza ajena nunca se nos dio demasiado bien. Quiero creer que sí, que ya sabemos que ningún dolor nos puede ser ajeno, que la desgracia siempre escribe sus diabólicas caligrafías en cualquier rincón del mundo, en los más lejanos y en el corazón mismo de nuestra cotidianeidad.
Así que no es necesario, de verdad. Claro que es relevante, claro que es importante, claro que es imprescindible la información, la de los que en medio de la catástrofe saben ser rigurosos y comunicar sin impostar. Pero igual sobran algunas cosas: ese permanente meter el dedo en la herida y escarbar para arrancar lágrimas que salpiquen las pantallas, y sollozos y cadáveres, y detalles que alimenten el lado más morboso de la gente. Igual no es necesario nada de eso, porque tenemos la suficiente sensibilidad para imaginar qué historias palpitan en la frialdad de los números, cuántas vidas rotas, cuánto dolor, cuánta pena y cuánto sufrimiento. De verdad: nada de lo que nos cuenten con esa prosopopeya de la lamentación, con esa obscenidad sentimentaloide de comunicadores de plató, que en casos como este juegan a disfrazarse de reporteros sobre el terreno, va arrancarnos el dolor limpio, la conciencia clara de cualquiera de esas desgracias que traen los días, de los bombardeos, de las inundaciones, de los cadáveres.
Y nada de esto tiene que ver, se lo aseguro, con la insensibilidad, con la negativa a compartir ningún dolor ajeno. Es más bien un mecanismo de defensa porque también hemos aprendido que de la mano de cualquier catástrofe nos llegará irremediablemente lo otro: la constatación de la miseria humana, la mezquindad de la cada vez más lamentable clase política en su conjunto, el cruce implacable de acusaciones, de falta de colaboración, de búsqueda rastrera del rédito político (que por supuesto siempre negarán escandalizados), de un sistema diseñado para que todo esté en función de brillar unos y demonizar a otros, para ese desfile de solidaridades con impoluta ropa de marca (que se manchará sin duda convenientemente para dar más verosimilitud a esa ceremonia de la impostura ), de promesas de ayudas que luego llegan tarde mal y nunca, de reproches, de declaraciones grandilocuentes y con la dosis adecuada de veneno para defenestrar al adversario que siempre lo habrá hecho mal, de cálculo de plazos para enviar ayuda que dejen en evidencia a unos o a otros, de miseria. De auténtico horror.
Mientras tanto, la ciudadanía peatonal, como siempre, con una escoba, con una pala, con unos guantes, con media docena de botellas de agua, con el corazón que no calcula, seguirán siendo la otra cara del espanto. La única esperanza que nos queda.
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