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Deberíamos estar acostumbrados, pero no. Siempre hay un hueco no ya para la sorpresa, que al menos eso nos remitiría a momentos y situaciones más o menos felices, no. Para la estupefacción. Y uno tras otro se nos van sumando los argumentos para el libro ... interminable de las infamias, el manual de lo incomprensible. Una y otra vez caemos en la trampa que nos hacemos: que las cosas pueden funcionar bien, que los poderes públicos están ahí para proporcionar bienestar a los ciudadanos, que después de todo lo que hemos visto, de las lecciones que la historia (incluida la más reciente, la que sólo habita en las hemerotecas) nos ha ido incrustando en el cerebro y en la conciencia, algo habremos aprendido como país.
Pero no. No hay manera, y debe de ser que como sociedad somos muy tozudos, como aquellos que en el colegio no aprendían la tabla y (tiempos aquellos) los maestros trataban de metérsela en la mollera a fuerza de coscorrones. Lo malo es que los coscorrones que nos llevamos ahora igual no son tan visibles, pero son mucho más dañinos. Confiar en la bondad de la gente, en la honradez de todos y cada uno de aquellos a los que entregamos la tarea de administrar, ha terminado por convertirse en un deporte de alto riesgo y nuestro candor a la hora de seguir practicándolo nos lleva sin remedio a llevarnos tales bofetadas que ya hemos normalizado el escepticismo, el peligroso desinterés, como única forma de mantenernos a salvo. La otra opción posible es una indignación sistemática, un malhumor que comienza con las primeras noticias del día y que se prolonga sin remedio hasta bien entrada la noche, mezclado todo ello con la incredulidad de que estemos como estamos, contemplando cómo por mucho que una y otra vez queramos aferrarnos a que en esta ocasión será diferente, vuelven las mismas corrupciones, las mismas desvergüenzas, las mismas mentiras, la chulería de quien se siente a salvo, la arbitrariedad, la caradura. Y da igual de qué cuota de poder estemos hablando, da igual que sea gobierno u oposición, porque unos y otros parecen partícipes de una misma conjura: la de la absoluta falta de pudor, la convicción de que no importan los hechos sino el relato, y manejar las palabras, aunque se haga con esa torpeza manifiesta, retorcer los argumentos, es suficiente para mantener el teatrillo en el que los espectadores somos siempre los mismos. Los que pagamos las juergas de las jessicas o las bárbaras, los que pagamos los desmanes y las ineptitudes, los que no podemos hacer otra cosa que quedarnos atónitos ante tanto descaro y tanta vulgaridad.
El porcentaje de las personas que llegadas unas elecciones deciden no acudir a las urnas, va creciendo significativamente y entre ellas no sólo hay indiferentes y dejados: me temo que engorda cada vez más la cifra de personas que, desengañadas y defraudadas, no dudarán ni un instante en arrojarse a los brazos del primer salvador que llegue armado con una motosierra o un decreto de navidades en octubre, o con promesas imposibles o con la fórmula mágica para ese bienestar que debería ser el resultado únicamente del trabajo por la gente, de la honestidad, de la inteligencia y de la buena voluntad, todo eso, cuya ausencia nos mantiene tan desconcertados como definitivamente desesperanzados.
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