A poco que uno se descuide el conflicto es inevitable. Convivir, es decir, vivir con otros, genera innumerables ocasiones para que salte algún tipo de chispa y nos veamos envueltos en algo tan cotidiano como una disputa de hermanas adolescentes a cuenta de un vestido ... usado sin permiso, a una guerra mundial. Cuanto más proximidad, podría decirse, más posibilidades de estallido, y sin apenas darnos cuenta, la vida se convierte en un peligroso paseo por un campo minado en el que, a la mínima, puede volar por los aires nuestra tranquilidad.
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Por eso siempre está ahí la tentación de la huida, pero se nos olvida, en ese empeño, que cada vez hay menos islas donde refugiarse tras un naufragio, y que, de haberlas, lo que ningún manual de lejanías te enseñará es que no es fácil liberarse del apremio del conflicto si antes no hemos conseguido una nota de sobresaliente en un máster de tolerancias.
Hubo un tiempo, no muy lejano en que se habló de eso, de la tolerancia. Se recomendaba como una especie de bálsamo de fierabrás para la salud social, que tendría, no se sabe si antes o después, una repercusión en la salud del alma. Pero como todos los conceptos adoptivos y con tendencia a ponerse de moda, ha terminado por, parece ser, tener fecha de caducidad y el bombardeo sistemático que apelaba a nuestra empatía, a nuestro entendimiento y comprensión, ha quedado sepultado como tantos otros, incluido el de la educación en su más elemental acepción y el añejísimo de la urbanidad.
Se hace muy difícil vivir envueltos en la amenaza constante del conflicto. Y la afición que los humanos parecen haber desarrollado en los últimos tiempos para envolverse y envolver a todo bicho viviente en ellos, es aterradora: siempre hay alguien que se salta el turno en la cola del super, pero también siempre hay alguien dispuesto a afeárselo, a ser posible a gritos, entre los agraviados. Molestan los perros en determinados espacios y con determinadas faltas de educación de sus amos, pero molestan también quienes reivindican con mala leche que cualquier espacio esté abierto para ellos. Resultan insoportables los ruidos de los vecinos y su querencia por el reggaetón a todo volumen, pero también quienes se quejan por un excepcional bullicio familiar a las diez de la noche. Los que dejan el olor del tabaco en el ascensor, pero también quienes luego señalan en cartelitos al sospechoso de haberlo hecho. Resultan insoportables los que se enzarzan por un quítame allá ese gol, y quienes da igual que haya gol que no, porque la cosa es armarla. Los que buscan la provocación permanente a costa de lo que sea, y los que se escandalizan por tonterías. Los que se quejan de los políticos y del sistema, pero se aprovechan de las subvenciones, y los que te atorran por tierra, mar y aire con su fe ciega en determinada opción. Los que siguen en el empeño de amenazarte con el infierno del más allá y los que han conseguido instalarlo en el más acá.
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Siempre supimos que convivir era muy difícil. Lo que ignorábamos es que estos tiempos (sí, sí, lo de que íbamos a salir mejores después de todo aquello, ¿se acuerdan?) iban a enseñarnos que convivir es, además, un arte.
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