Nada puede evitar que el signo de los tiempos sea el que es, y bien está así. Nada en contra de la tecnología, de su desarrollo, de la implantación sistemática en la sociedad y de la forma de vivir que se ha convertido en la ... única. Poco a poco (pero si uno lo mira en diacronía, a velocidad supersónica), hemos ido pasando de vivir sin todo lo que supone la red, a instalarnos en un modo de habitar lo virtual y lo real, y camino vamos, de no poder hacer esa diferencia entre lo palpable y lo que también acabará por serlo.
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Y todo eso, en general, son ventajas. Nunca tuvimos tantas posibilidades de informarnos y tantísimas de comunicarnos de forma inmediata. Hubo un tiempo (y no hablo de los mensajes transmitidos a caballo de un señor feudal a otro, aunque para algunos chavales viene a ser lo mismo todo ello, parte de un pasado de imposible comprensión), en que el cartero era un personaje importante en nuestra vida: aguardábamos cartas de amor o de amigos, o de familiares, que llegaban después de varios días de trasiego por trenes y estaciones, y que respondíamos días más tarde para iniciar otro periplo para que cuando llegaran a las manos del destinatario las noticias y los sentimientos ya se hubieran quedado antiguos. Hubo tiempos, y para algunos chavales, repito, eso pertenece a una época contemporánea de los dinosaurios, en que las familias se concentraban para escuchar las noticias en enormes aparatos de radio. O delante de la tele, cuando la tele aún lo era y no la pantalla donde uno elige qué ver y cuándo y cómo. Y a la letra impresa, aunque no se lo crean, se la respetaba.
Nada más lejos de añorar esos tiempos. Quienes vivimos los últimos estertores de ese tipo de información, habríamos contemplado ilusionados y un poco perplejos todo esto: la comunicación inmediata con los lugares más alejados del planeta, la posibilidad de que nuestra voz y nuestra opinión se escuchara.
O sea, eso. Hemos pasado no poder manifestar nuestras ideas y nuestra opinión más allá de nuestro grupo de amigos, a poder gritarle al mundo nuestras ocurrencias, nuestra visión de las cosas, nuestras verdades y nuestras mentiras. Y los que antes encontraban en el silencio, a veces cómplice y otras veces displicente de los parroquianos de un bar la única respuesta a sus tonterías, tienen ahora, gracias a las redes un altavoz infinito y una caja de resonancia nunca antes imaginada.
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Y sí, eso, con ser malo, no lo sería tanto de no contar con la amplificación interesada por parte de algunos medios de comunicación, desesperados por conseguir clikbaits que elevan a categorías imposibles opiniones personales y las más de las veces, lamentables. Bajo el epígrafe de Arden las redes, y todos sus sinónimos se publica, como si tuviera importancia alguna lo que antes no superaría los márgenes de la cola de la panadería, del bar de Pepe, o de un encuentro en el ascensor.
Y esa mezcla, tan aparentemente democrática, en la que todo el mundo tiene derecho a voz y el cuñadismo pretende medirse con los premios nobel, se está convirtiendo en una jungla en la que los simios que más fuerte gritan capitanean, apabullan, y sobre todo se erigen en protagonistas y portavoces justicieros de unos agravios, de una interpretación del mundo que solo existen en sus cabezas tan inanes como la credibilidad de sus palabras.
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