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Era maravilloso aburrirse, y algún día fuimos dueños de ese espacio vacío en el que flotaba únicamente lo que nosotros queríamos. Entonces el tiempo era ... largo, y desde que amanecía hasta la noche las horas se desperezaban en los huecos, tan grandes, que nos dejaban las obligaciones. Tuvimos una infancia en la que tener una cadena de televisión nos proporcionaba la excusa perfecta para apagarla y leer. Y la radio, entonces, acompañaba sin invadir. Y hacía soñar.
Tuvimos suerte de ser niños con un número de estímulos limitados. Los juguetes tenían una vida larga, nos acompañaban mucho tiempo y nos acostumbrábamos a convivir con el deterioro que, a pesar del cuidado con que su singularidad nos hacía tratarlos, iba sufriendo su plástico duro. Sin más mecanismos que los que nuestra imaginación les atribuía.
Fue una suerte aburrirse: encontrarse con un largo sábado por delante en el que cabían tantas cosas que solo nosotros inventábamos, porque todo era excepcional. Viajar, por ejemplo, era extraordinario: sucedía tan pocas veces, que antes, después y durante, se llenaban horas enteras de sueños y previsiones. Y de esas excursiones, se volvía con un carrete de fotos para llevar a revelar del que con suerte conseguíamos tener seis aceptables, aunque tampoco importaba, porque las que estaban movidas también nos permitían revivir el momento.
Pudimos aburrirnos porque nuestros padres tenían bastante qué hacer como para que les llegáramos con exigencias para combatir ese aburrimiento (y tampoco lo intentábamos no fuéramos a salir del empeño con alguna tarea extra), y eso nos llevó a tener amigos que participaban de aquel mismo tedio, el que, y entonces no lo sabíamos, nos permitía construir el mundo.
No salimos más listos, claro. Ni siquiera me atrevo, contraviniendo esa afirmación tan frecuente como seguramente indocumentada, a asegurar que éramos más felices. Romantizar se nos da de miedo a todos cuando se trata de revisar el tiempo pasado, pero tengo para mí, que difícilmente es posible disfrutar sin tiempo. Y tiempo es lo que teníamos entonces, porque las redes, con su permanente irrupción de mensajes, memes, chorradas mil, información prescindible, y exigencia permanente de mantenernos enterados de todo lo que ocurre, no nos había secuestrado la existencia. No lo sabíamos, pero entonces decidíamos qué hacer con las horas, aunque algunas de ellas se fueran en las tareas inevitables que suponían ayudar en casa y hasta en la economía familiar.
Este exceso de estímulos en que vivimos, esa sobreabundancia de todo que padecen los niños, ese catálogo de actividades obligatorias, ese bombardeo permanente de información, de ocio imprescindible, de fiestas de cumpleaños semanales, de juguetes con los que ni se llega a jugar, cercenan sin remedio la posibilidad de imaginar, de crear a partir de la escasez, y hasta de soñar. Y no solo los niños, también en nosotros la capacidad de reflexionar se ve seriamente menoscabada: cuándo hacerlo si la exposición a distracciones nos arrebata cualquier hueco. Y cómo conectar con el presente, y no digamos ya con el pasado, cuando todo lo que recibimos se enfoca a ese futuro presuroso de lo que vamos a hacer a continuación.
Y aun así, es fácil encontrar esas dos palabras flotando en cualquier momento, pronunciadas por niños, por adolescentes, por adultos. Me aburro, dicen, pero no es cierto. En realidad, se trata de la desazón generada por un refalfiu de dimensiones siderales.
(Del aburrimiento infinito, y tan poco creativo, que nos proporciona escuchar determinadas cosas, leer algunas declaraciones y comprobar la inagotable estupidez humana, ya hablamos si acaso otro día).
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