Incluso la Reina Letizia lo señaló esta misma semana. «Hablar de salud mental no puede ser una moda». Un objetivo urgente, señaló, es dotar al sistema público de más recursos para que los enfermos de salud mental se sientan más «apoyados, acompañados, atendidos y escuchados». Lo dijo durante el cuarenta aniversario de la Confederación de Salud Mental, aunque sus palabras sirven para cualquier día y ahora más que nunca. No porque la muerte de Anastasia y Alexandra, las pequeñas fallecidas en Oviedo, nos conmuevan a todos hasta el llanto, sino porque cerrar los ojos al problema social al que nos enfrentamos supondría una irresponsabilidad. Durante demasiado tiempo, la salud mental fue un tema casi tabú. Silenciado o comentado entre murmullos. Por fortuna, ya no es así. Se ha visto en la reacción de los políticos ante la tragedia de Oviedo. En la suspensión de actos electorales liderada por el alcalde y secundada por el resto de los partidos o en la iniciativa del presidente del Principado para que todas las formaciones políticas firmen un gran pacto por la salud mental. La propuesta la había lanzado solo dos días antes el candidato de Ciudadanos durante un debate. Y por desgracia no fue una de las cuestiones que más interés suscitó. Tampoco en la actividad parlamentaria de los últimos años ni en la gestión sanitaria, forzada a volcarse con la urgencia de la pandemia, aunque el mandato alcanzó al menos para la presentación de un plan desde la Consejería de Salud, reclamado desde hace tiempo por los profesionales sanitarios.
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Con demasiada frecuencia, la salud mental ha sido la hermana pequeña y menos urgente de la sanidad. Con la misma rapidez con la que se demandan respuestas cuando un suicidio nos estremece, la cuestión pasa a un segundo plano y el drama vuelve a quedar circunscrito a la dura batalla de los hogares, los centros educativos y las consultas. En todos estos ámbitos, se conoce bien la dimensión que el problema ha alcanzado tras la pandemia. Sin embargo, por cada cien mil habitantes, España tiene seis psicólogos clínicos, tres veces menos que la media europea, y once psiquiatras, menos de la mitad que en Francia o Alemania. Pero no solo es una cuestión de cifras, también de protagonismo. Que no debe entregarse a los tertulianos de ocasión que proliferan en las televisiones y que tras la muerte de las dos niñas de Oviedo llegaron incluso a sembrar dudas sobre los padres sin un solo dato en sus argumentos. Es el momento de escuchar a los psicólogos y psiquiatras, a quienes durante demasiados años no se les ha tenido en cuenta en la medida en que nuestra sociedad los necesita. Por muy loable que sea el interés de los políticos por abordar este problema, son los especialistas quienes deben dirigir nuestros pasos para abordar un problema ante el que las lágrimas resultan inevitables, pero no son la solución.
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