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Sabemos de sobra que la justicia y la política son dos cosas distintas y, como además es bastante conveniente que no se mezclen, en algunos momentos hasta enfrentadas. En España tenemos bastantes ejemplos de que esto ocurre y nada sería de extrañar que los escándalos ... ya conocidos no sean los últimos. De vez en cuando nuestra democracia todavía muestra síntomas de haber sido improvisada, por mucho que la teoría que la rige intente demostrarnos lo contrario.
Hemos estudiado y mentalizado que los poderes que rigen el Estado son el Ejecutivo -Gobierno-, Legislativo -Parlamento- y Judicial -la Administración de Justicia, con todas sus estructuras escalonadas, desde los juzgados locales hasta el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo-. La lógica y el pragmatismo avalan que la Justicia sea independiente de los otros dos poderes y eso es lo que en la práctica no ocurre.
En gobernantes y políticos que aspiran a serlo, da la impresión de que la conveniencia de controlar la Justicia, y quizás mediatizar su independencia, supera las limitaciones de su actividad. Lo estamos viviendo ya hace años con las discrepancias entre los partidos para renovar el Consejo General del Poder Judicial, el gobierno de los jueces, que lleva muchos meses en funciones. Cada partido quiere formarlo a su conveniencia y eso, además de ser contrario a la naturaleza del organismo, es origen del triste espectáculo que ofrecen sus reyertas.
Que los políticos tutelen en alguna medida a los jueces que llegado el caso tienen que juzgarlos, y proceder a condenarlos, es un pésimo ejemplo para una sociedad que acaba desconfiando de la integridad con que los jueces deben cumplir sus funciones. En las últimas semanas parece que se afianzó la esperanza de que el presidente Sánchez y el nuevo líder de la oposición, Feijóo, hubieran llegado a un acuerdo para resolver el vació en que se encuentra la cúpula del sistema.
Pero a pesar del cacareado acuerdo, la realidad es que la solución continúa demorándose. Pasan los días y el único avance que conocemos -y no pequeño- es que a partir de ahora los jueces que se pasen a la actividad política, situación bastante frecuente, no puedan volver a sus funciones judiciales hasta transcurrido un mínimo de dos años. Se trata de una medida más que lógica elemental. Sorprende que no se haya adoptado antes, del mismo modo que existen incompatibilidades similares en otras actividades.
La actividad política es muy honrosa y necesaria, pero no deja dudas de que a menudo se contamina en función de sus intereses: en algunos casos se aparta de las ambiciones propias de la actividad, que es conseguir poder, para degenerar en escándalos de corrupción y son, precisamente, los jueces los que tienen que juzgarlos desde la independencia que requieren las leyes y, en bastantes casos, condenarlos.
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