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Las negociaciones para un acuerdo de investidura en Cataluña vuelven a abrir el melón de la financiación autonómica. Un modelo –el del Estado de las ... autonomías– que nace con unas bases e intenciones saludablemente liberales, cuando los grandes partidos de implantación nacional afirmaban, en sus sucesivas negociaciones con los partidos nacionalistas, que con la descentralización se pretendía adaptar la gestión de los servicios públicos a las necesidades ciudadanas, facilitando el rendimiento de cuentas por dicha gestión mediante el desarrollo de una Administración de cercanía, más representativa y más proclive a la transparencia que el monstruo burocrático que se presupone de un estado centralizado.
Pero en la práctica, las administraciones autonómicas han acabado desarrollando todos los defectos que se atribuyen al gran estado weberiano que supuestamente pretendían superar, convertidas en un engranaje al servicio de unos partidos políticos en permanente necesidad de satisfacer las ambiciones de sus cuadros. En un contexto como el descrito, es sólo natural que las administraciones autonómicas hayan trasladado su foco del ideal inicial de servicio, transparencia y rendimiento de cuentas, al diseño de estrategias con las que desenvolverse en una lucha feroz por el poder y los recursos que lo afianzan. Esa es la verdad que trasciende al perpetuo estado de disputa en el que se desenvuelve la política territorial en España, y el litigio abierto con la negociación para la investidura de Salvador Illa es una prueba irrefutable de esta realidad. Estamos ante un juego de suma cero en el que todo lo que ganan unos es a costa de unos recursos con los que no podrán contar otros.
Así, sin que nos hayamos dado cuenta y sin que ni siquiera se reconozca en nuestro ordenamiento jurídico, España se ha convertido de facto en un Estado federal en precario, en el que los recursos se asignan en un interminable proceso de negociación cada vez más opaco y carente de marco formal, y en el que priman la ley del más fuerte y los intereses políticos contingentes en cada momento. Y lo más curioso es que es la autodenominada izquierda progresista y social (esos PSOE, Izquierda Unida, Sumar y Podemos que se dicen llamados a poner fin a la 'deriva neoliberal') la que parece desenvolverse más cómodamente en medio de semejante orgía de insolidaridad. Porque, volviendo al asunto catalán, es difícil explicar que sean el uso de una lengua autóctona o una determinada singularidad cultural, y no la realidad social, económica y demográfica de cada territorio, las razones por la que unos pueden acceder a más recursos con los que financiar su sanidad o su educación que otros.
Desde este punto vista, el presidente Barbón se encuentra frente al dilema de mostrarse como el progresista que dice ser, o como un alcahuete de estos nuevos privilegios de clase basados en la lengua y el terruño que parecen dispuestos a favorecer los señores Illa y Sánchez a cambio de contar con el favor del nacionalismo más rancio de Europa.
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