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Miré casualmente el retrovisor del coche. Era la vuelta a casa tras otra apasionada jornada de redacción en el decano. Fue cuando contemplé tan entrañable imagen que jamás he borrado, por penetrante. Un silencioso y tímido joven de las cuencas, en prácticas ilusionantes para él ... aquel verano en el periódico, recibía, ya de noche, una tartera de mano de su padre. Difícil encontrar mayor complicidad familiar en una apuesta de futuro, pensé. Había asistido involuntariamente al inicio de una atesorada carrera profesional para un periodista de raza y amigo de bien, que ahora corta de raíz un malvado infarto.
Marcelino pisaba sin hacer ruido. Trabajaba, hasta demasiado, sin mirar el reloj. Eficaz, por resolutivo. Responsable al límite. Comprometido sin doblez. Un auténtico paisano. El amigo atento que siempre está ahí cuando lo necesitas. Con su profesionalidad y bonhomía, que ya venían de serie, fue forjando su demostrada capacidad de respuesta ante la progresiva escalada de responsabilidades, peldaño a peldaño, de que dispuso en EL COMERCIO hasta llegar a su dirección. Comandaba con entrega encomiable y resolutiva una redacción que empieza a sentir ya en su latido la cruel daga del vacío estremecedor que deja su ausencia.
Jamás le escuché un lamento. Ni una exigencia. Simplemente empeño denodado y decidido ante el reto. Y en silencio laborioso. Como en aquella osadía que entrañaba la ilusionante puesta en marcha de la edición del Oriente asturiano. Nada casual con el paso del tiempo. Allí empezó a dejar Marcelino la impronta de su sello, que no pasó desapercibida para nadie dentro y fuera de la siempre estresante -¡¡ya lo creo, cuando no cruel como en este caso!!- vida monacal de redacción.
Siempre ha tenido un 'wasap', los minutos necesarios y un móvil para atender a los demás. Era así en su gesto desprendido, plagado de generosidad. Sacudiéndose los merecidos agradecimientos porque se lo pedía su acreditada modestia, cincelada en su personalidad. Abierto al diálogo sin límites y amante de la tierra que lo vio nacer. Nada ni nadie que interesara al minuto a minuto de su periódico le era ajeno por lejano que estuviera. Un espejo en el que siempre convendría mirarse para, así, hacernos mejores.
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