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Estarán, por lógica, muchos de ustedes de vacaciones o bien recién llegados, o, más bien aún, expectantes de que lleguen ya. Permitan que que me aproveche del momento cronológico en que escribo y que recuerde, este año no me tocan a mi las vacaciones en ... estas fechas, algo que va más allá de la ristra de fotos que les enseñaría, prisioneros en mi sofá, si les contase mis vacaciones anteriores. Permítanme que les hable de los cuatro minutos que, en las últimas que tuve, sentí que estaba de vacaciones.
Vacaciones no son, desde luego, limpiar el apartamento al llegar, la compra grande en el supermercado del pueblo, la búsqueda de unas palas de playa y sudar lo suficiente como para que dé gusto meterse en el agua helada del mar. Vacaciones no son, antes de llegar allí, la inseguridad de preparar las maletas, el estrés de olvidarse algo importante, comprobar cien veces los billetes, la puerta de embarque y las apreturas del avión. Tampoco son vacaciones las vueltas buscando un buen chiringuito que no esté lleno y que no tenga pinta de pesebre para guiris, las noches con calor y ruido, espantar moscas de tu pescado frito o esperar a que se despeje una zona atestada para tener una foto con un atardecer de fondo que poder colgar en tus 'stories' de Instagram como reclamo a envidiosos y 'fast food' de tu ego.
Si les soy sincero, de aquellos quince días de vacaciones, recuerdo cuatro minutos con esa verdadera sensación. Aquella peli en el cine de verano que, a mitad de la proyección, la temperatura hizo necesario echarse encima un jersey. La mañana que, inconscientemente, me dejé el móvil en el apartamento, la sensación de que me costaba encontrar palabras en el cerebro a base de no recargarlo, andar con la familia por el paseo marítimo sorprendentemente vacío, mientras arrastraba las chanclas de desgana y placer. Aquel despertar de la siesta en que comprobé que la competición de esgrima que me hacía de ruido blanco para ayudarme a dormir había acabado hacía horas. Son, ya digo, instantes, camuflados entre disgustos pequeños con alguno de la familia movidos por el conflicto de demasiadas horas juntos, demasiadas ganas de disfrutar.
Me queda, como sensación de vacaciones, apenas esas risas en la piscina, lo rico que me supo tomar esa cerveza de noche, las aceitunas tan buenas que compramos en el mercadillo, el rato en que cantamos 'Corazón partío' en el coche camino de casa de los abuelos. El beso que me dio mi hijo mientras corría por la playa con esa amiguita que nunca me cayó del todo bien. Ya digo, cuatro minutos en total. No es poco.
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