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Una chica, sentada en un banco, le llora a la pantalla de su teléfono mientras habla por face time. El llanto me da la impresión de ser más emocionado que roto pero ella tiene auriculares y yo no veo ni con quién habla ni podría ... averiguar más sin resultar indiscreto. Aunque no me detengo, porque eso sí me convertiría en cotilla claramente, atisbo que, a pocos metros, una amiga suya espera pacientemente a que ella cuelgue. Seguramente para consolar a su amiga, como el que espera el comienzo del turno, como el manipulador de alimentos o el cirujano que se fuma el último cigarro tranquilo antes de ponerse los guantes para operar cada uno lo suyo. Su amiga, la amiga de la muchacha llorosa, esta sentada en la hierba, en posicional de «listos» y se mira las uñas por si, pienso, tuviera que usarlas contra quien sea culpable de las lágrimas de su amiga.
La imagen se viene conmigo un rato de mi paseo, supongo que, inútilmente, tratando de encontrarle un contexto a la escena, tratando, vete a saber, de incluso razonarle un final, pero soy un paseante, no un merodeante y hace un frío de esos que duele en las mejillas y en las manos, así que mi paso es suficientemente rápido como para, a pocos minutos, estar en una nueva escena, mejor iluminada y recibir nuevos impulsos visuales. Veo a un 'runner' tumbado boca abajo en la acera. Un tipo cuarentón carísimamente equipado para salir a correr que, según intuyo, ha sido derrotado por su intención de bajar barriga y se ha tenido que rilar sobre la acera quién sabe si porque el banco más cercano estaba ocupado por la chica del drama anterior.
Exento de pudor, o sin podérselo permitir por culpa del cansancio físico, probablemente había tratado de sentarse en la acera hasta que la falta de fuerzas o la lipotimia le he acabado aplastando la panza que quería perder contra el húmedo suelo. Me voy acercando a él por si necesita ayuda cuando un grupo de muchachos quinceañeros se acerca por el otro lado y le pregunta si está bien y le ayuda a incorporarse. El tipo jadea pero responde con cierta coherencia y uno de los chavales le pasa un bote de coca cola que le va a reanimar y a engordar a partes iguales. Hoy, creo, tampoco seré un héroe, así que sigo paseando.
Me llevan ahora mis pasos a una importante plaza, céntrica y, como todas esas plazas, llena de comercios franquiciados que a esta hora están ya cerrando. Con las verjas a media asta y rejas con ruedas en la puertas llenas de los cartones de lo que se ha repuesto, porque se ha vendido, en su interior. Dos chicas con uniforme oficial de una perfumería y sus nombres en un cuadradito colgado al pecho fuman como para tapar con peste la peste a fragancias caras que sacan después de horas ofertando perfumes 'premium' a personas que, al no serlo, pretenden parecerlo.
A solo unos metros, un hombre habla con Pikachu. Uno de esos que rondan la plaza durante el día por si quieres hacerte una foto con él y colgarla en tus redes para que sepan que estás en Madrid o donde quiera que estés. El hombre que habla a Pikachu no le habla a los ojos, le habla al pecho, porque debajo de la papada es donde Pikachu lleva a un hombre metido y ahí es donde, verdaderamente, están sus ojos.
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