Algo tienen que enseñarnos las tragedias, de algo tienen que servir aparte de para dejarnos el alma encharcada y las manos abiertas hacia el cielo. Las tragedias, como la muerte, como las mañanas sin energía, como el frío cuando vamos al trabajo, como todo lo ... que duele, tienen que significar algo o no sabríamos gestionarlas. Necesitan un relato, necesitamos que, aunque no compensen, nos den algo a cambio del horror. Lo primero de la tragedia es el pasmo, lo inesperado, la desubicación. Pensar que no va a ser tan grave aquello que está siendo. Repetirnos que no habrá tantos muertos, de que los nuestros, aquellos en los que hace tiempo que no pensamos, van a estar bien a pesar de todo. Necesitamos egoísmo en vena para sentirnos a salvo para que, según suben la cifra de víctimas, vayamos nosotros paliando el dolor con inyecciones de «Menos mal» y pildoritas de «Por lo menos».
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En cuanto el drama se impone, pero ya estamos seguros de que es de otros, comienza el segundo proceso, uno hermoso, el de mirar si podemos hacer algo para ayudar. Desde nuestro móvil retuiteamos teléfonos de emergencia, locales donde llevar ropa y utensilios necesarios y hasta, quién sabe, hacemos algún bizum que, para algunos, significa agradecimiento por estar bien y, para otros, honesta necesidad de echar una mano. Los mejores de nosotros, los que pueden y además quieren, se desplazan hacia allí a llevar sus brazos fuertes y sus pies limpios al lugar afectado para tratar de ayudar. Nos da esto imágenes reconfortantes del ser humano e igual de reales. La parte hermosa de lo que somos cuando no somos la otra parte. Pero entonces, inevitablemente, llegan ellos.
Son los que se presentan con cubo y pala de atrezzo en zonas seguras a las que llegan en aviones y coches teledirigidos, los que ponen gesto torcido y voz campanuda y dicen que lo sienten, y sin duda es así, pero duermen en su casa y preguntan cuando están volviendo si su discurso estuvo bien y su actitud gestual fue la apropiada. Llegan ellos y nosotros cambiamos la mirada hacia ellos. Porque también eso lo necesitamos. No puede uno permitirse no odiar a nadie por esto y no es su dios el que puede llevarse el odio real, el de las ganas de gritarle y, mira, sí, pegarle si se cruza. Lo necesitamos y ellos, esos del cubo y la pala, saben que todo lo que han cobrado y van a cobrar incluye eso en nómina. Llegan casi a la vez los oportunistas, los saqueadores, los que buscan mostrarse a los demás como los más solidarios, los conspiracionistas, los histriónicos, los cínicos, los partidistas, los empresarios golosos… Llegan todos, liban y se van. Quedan los que estaban, las víctimas, más sucias si cabe.
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