Una despedida injusta

Pienso en aquel mediodía soleado de finales de agosto y el recuerdo me quiebra el pecho. Dolor. Desgarro. Desolación. Injusticia. Sobre todo, injusticia. Cómo es posible. Por qué él. Por qué nos ha aplastado esta tragedia maldita e insoportable.

Recuerdo aquel otoño de 2002 cuando escuché por primera vez la voz de Marcelino Gutiérrez. Fui a verle a Llanes, donde desempeñaba su trabajo, y comprobé que el tipo de la voz tenue era un periodista macizo. De los de verdad. Que todo lo que me habían contado se quedaba corto. Apasionado, inteligente, trabajador. El periodista más trabajador que he conocido en mi vida profesional. Hasta unos límites que en estos tiempos líquidos que atravesamos son inevaluables e inimaginables. A todas horas, de día y de noche, en cualquier circunstancia, Marcelino respondía, ayudaba y solventaba. Era el director y nadie mejor que él representaba los valores de EL COMERCIO. Solidez, honestidad, respeto y, por encima de todo, una invencible vocación de servicio a todos nosotros. Doy fe de que lo de vocación de servicio nunca, nunca, ha estado mejor encarnado que en Marcelino.

Director, me dan ganas de dar un bramido de dolor. Me dan ganas de gritar por qué y por qué. Por qué el infame destino nos ha regalado esta terrible desgracia. Perdona mi incapacidad para homenajearte con palabras más cálidas y hermosas, las que tú sin duda mereces, pero hoy no me salen. No puedo.

Hasta siempre, director.

Hasta siempre, mi querido amigo.