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Se ha ido quebrando enero con sus largas noches; con sus olas de mar antigua llena crines batiendo con furia por el Cervigón y San Pedro. Se han ido navidades, calendarios, reyes enjoyados. Pasaron la verdades y mentiras de los christmas, las luces y el ... champán. Y queda un presente frio y lluvioso cargado de turbiones. Es el eterno retorno, la sombra de la sombra, el homo sapiens, la media España maniatada de tribunales.
Pero hoy tengo en mi mesa un búcaro con flores amarillas. Y es que, a pesar del frío, alguien que me quiere (o que se acuerda de mí) cada año por febrero me manda un ramo de mimosas. Y ahora que uno ya está un poco/mucho entrado, que ha ido cambiando por el gris muchos colores, este ramo puro y vivo en su agua, igual que si fuera un motín de canarios en mayo, llega para alegrar mi casa y alborotar el corazón cargado de insomnios. Y así, de este modo, gracias a esta rosaliada de mimosas salgo a pasear por los arrabales de Gijón, por Deva, esta aldea que parece más del cielo que de la tierra, con robles como reyes centenarios plantados a la orilla de un rio que tiene la transparencia del cristal limpio. Pariente de otras flores, la perfumada y pequeña mimosa es más valiente y libre que muchas de ellas. Invade el cielo como queriendo coger el sol para que despierte pronto la primavera. Flores noveles que con el amarillo fresco de su aroma se abren por jardines, prados y cunetas como una cosecha de esperanza. Ahora que la aldea retrocede.
Ahora que ya no está Alfonso Camín para ensalzar la llosa, los robles, los manzanales, el maíz, el campo gijones con todo su pasado ganadero y labrador. Ahora que todo es un amarillismo esparcido por la política, la toga, la banca, los medios, el deporte y la casa santa. Ahora, digo, es tiempo de salir a ver las copas verdeamarillas de las mimosas invadiendo el cielo todavía invernizo de febrero.
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