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Las navidades son unas fechas que cada año parten en dos el alma de la sociedad: Gustan o se odian; enternecen o irritan; nos devuelven la soberanía de la ilusión que fue en la infancia o pulsan en nuestro recuerdo la llegada de los que ... no están, además del morbo emocional de la lotería, la piedad o el derroche. En todo caso, el verdadero espíritu de la Navidad tal vez sea la tristeza, porque, en realidad, es la historia de un matrimonio del sindicato de la madera cuya mujer tuvo que dar a luz en una cuadra al no dejarles un sitio en la posada. Pero, pese a todo esto que digo, con las luces gijonesas de la Navidad recibimos un tónico, un reconstituyente que nos devuelve –tan necesitados como estamos– la belleza, la autoestima, el aprecio por nuestras tradiciones y nuestra cultura. La Navidad, sí, es también una invitación a ser mejores. Son luces y aire más puro que ayuda a respirar y alimentar el espíritu. Son días en los que sobre todo los niños viajan a la isla del tesoro. ¿Y qué más…? Pues digo que como la vida nacional parece estar bailando el último tango y algunos (bastantes) rechazan hasta la bandera nacional como Drácula la cruz y otros quieren dar una solfa a la Constitución, estos neones de colores encendidos ayudan a resistir el sombrío presente de un mundo en guerra y una España pedernal. Por eso, a pesar de los pesares, aunque muchos hayamos perdido la inocencia, que nadie intente matar la Navidad. Todavía haya hambre de luces y de fiesta, de ángeles y de pastores caminando hacia un establo donde encontrar a un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre que resultó ser el Amor de los Amores.

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