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Amanezco de malas. Noche de insomnio viendo fantasmas. Cojo el ascensor. Baja con mayoría absoluta, incluidos los perros de los vecinos. Intento hacerle una caricia ... a uno, pero me mira con malas pulgas. El ascensor, antes de descender 'ad inferos' del menos dos, hace cuatro paradas con overbooking. Me dispongo a tomar la calle sin saber a qué clavo voy a cogerme. El del autobús no contestó a mis buenos días, me dio el cambio de mala gana y arrancó dando un acelerón que me hizo dar una costalada. Todas y todos van leyendo su misal laico, que como saben es el móvil. En la plaza del Parchís bajo y me acerco a un cajero y no tengo casi ni para tomar un café, hacer la compra y recoger el arreglo de un pantalón. Así y todo, entro en el Bariloche a tomar uno doble, con poca leche, para que me suba la tensión, coger brío y asaltar los cielos. A lo largo de la mañana (y parte de la tarde) voy pasando velozmente por varias etapas. Me levanté agnóstico, luego populista, a media mañana ya era un socialdemócrata. Dije palabras vanas, hice promesas fútiles, y, en unos momentos en los que me sentí envuelto en un vacío infinito, se me ocurrió (¡qué cosas piensa uno!) tener otro hijo para disfrutar de un permiso de paternidad.

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