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HHace no mucho las relaciones entre inquilino y propietario se basaban en la negociación. Un arrendatario le podía exigir a su arrendador cualquier reforma o mejora y, por lo menos, se lo pensaba. Dicho de otro modo: no quería perder el alquiler, sobre todo si ... pagaba correctamente. «Oiga», le decía al dueño, «si no me pone una lavadora nueva, busco otro piso». Eran tiempos, repito, donde la oferta resultaba muy superior a la demanda. O sea, había inmuebles en alquiler de larga estancia donde poder elegir. Todo esto cambió cuando llegó la infame Ley de Vivienda y su intervención grosera del mercado. Gracias a ella, no solo la oferta se ha retirado de forma masiva, sino que también las condiciones se han endurecido. ¿Saben cómo han reaccionado los propietarios a no poder desahuciar a los colectivos declarados vulnerables? De dos maneras: o bien directamente no alquilan cuando intuyen esa vulnerabilidad, o bien quieren un seguro de impago caro y muy exigente. ¿Saben lo que ha pasado al disminuir de forma drástica el número de pisos en arrendamiento? Que el precio ha subido más que nunca. Ni durante la burbuja inmobiliaria habíamos visto nada igual. Así defiende esta Ley a quien dice proteger.

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