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No hay duda de que el odio es un sentimiento que proporciona un chute de endorfinas instantáneo y potentísimo. Confiere una extraña vitalidad, inmediata y enérgica, que es engañosa. Desde 'El conde de Montecristo' sabemos que la venganza puede justificar una existencia, pero chapotear en ... la alcantarilla del rencor no da para mucho, solo consume y quema por dentro. Hasta ahora habíamos encapsulado esta droga elemental en el frío cemento de una grada. Allí podíamos dar rienda suelta a nuestro cerebro reptiliano dejándolo flotar libremente durante hora y media, para después volver a explicarles a nuestros hijos que en el autobús hay que cederle el asiento a las embarazadas. Hasta ahora. Las redes sociales muestran que muchos seres humanos se complacen en revolcarse en la llamarga más pantanosa. Lo vimos hace poco cuando falleció un conocido escritor vinculado los últimos tiempos a un partido de extrema derecha; y hace un año cuando murió una eximia narradora militante toda su vida de un partido de extrema izquierda. Internet rugió de placer, se convirtió en ambos casos en una tubería del sustento necrófago. Personas que jamás habían leído una página de su obra, que, en realidad, no los conocían de nada, vertieron sin pudor toneladas de ira sobre su tumba. Gente que no se escondía en el anonimato, cuyos perfiles mostraban a tiernos ciudadanos con mascotas y puestas de sol, no tuvieron inconveniente en descender hasta la fosa, en refugiarse en las sentinas más oscuras del individuo, allí , en lo más hondo, donde el lastre convive con el agua pestilente y las algas muertas.
Algunos sociólogos creen que las redes sociales mantienen un sesgo hacia la izquierda. Yo no creo que sea un desvío horizontal, sino vertical. El auténtico sesgo de las plataformas de internet es hacia abajo, hacia esas sentinas de nuestra civilización. Si eso es así con futbolistas o con personajes famosos, no me quiero imaginar lo que sufre en las redes un ciudadano anónimo. Pongamos que hablo de un adolescente de Gijón. Pongamos que hablo de un profesional de Gijón. El espectáculo de tanta gente sin saber, sin conocer, sin comprender, vomitando odio como si hubiera goce en consumir el emético, asusta. Da mucho miedo lo que ese lodo puede ocasionar en los más débiles, en todos.
«Ódiame sin medida ni clemencia», cantaba Dyango (uno no va a estar siempre citando a poetas del 27). Tengo que reconocer que yo practico más la indiferencia y el olvido. Es lo que quiero para mí y que se dejen de boleros.
Se me olvidaba otra vez, enhorabuena a las jugadoras del Telecable Gijón, no solo los madrileños se acostumbran a ganar copas de Europa. Son muy grandes.
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