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La desventaja de publicar con cierta lejanía de la noticia es que su interés haya mermado con los días. Las ventajas son enormes: da tiempo a leer las estupideces y los aciertos que se han escrito antes.
Respecto a los insultos a Vinicius en Mestalla ... y nuestra epidemia de racismo nacional, han abundado más las primeras que los segundos. Y eso no deja de llamarme la atención.
En primer lugar, asistimos a la enésima embestida de la 'aristocracia criolla': Lula, como antes Petro o López Obrador, aprovechan el bochornoso incidente para acusar a España de no se sabe qué. Olvidándose de la viga que tapa su ojo racista e intentando ocultar que el Gobierno brasileño acaba de aprobar ayudas para mutilar a las víctimas del acoso escolar. Les parece un buen medio para acabar con él. Y lo peor es que nos sentimos acomplejados por tales intervenciones diplomáticas. Nada nuevo, somos el único país que ha comprado la leyenda negra que fabrica el enemigo
En segundo lugar, esos insultos humilladores en el campo de Mestalla han vuelto a dar alas a la autoflagelación nacional: «Somos un país de racistas, aunque no lo queramos admitir», ha sido un lema en las opiniones más sesudas de la autodenominada prensa progresista. La misma que lleva usando nuestro enraizado complejo de culpa católico para aseverar que somos un país lleno de homófobos, negacionistas, tránsfobos y machistas, aunque las cifras comparativas con el resto del mundo civilizado no se compadezcan con ello. Da igual, el caso es que compramos la mercancía. Si lo hacemos a personajes extranjeros tan atrabiliarios, cómo no íbamos a hacer caso a nuestra propia inteligencia patria. A los españoles, por lo menos desde que se hundió aquella escuadra en Cavite, nos encanta vernos así, hechos un desastre del 98. Y llevan sacando partido de ese complejo desde Ganivet hasta el último editorialista de 'EL País'.
Todas esas conclusiones sobre nuestro espíritu nacional extraídas de un campo de fútbol me llevan a pedirles disculpas por la autocita: «En el frío cemento de una grada podemos dar rienda suelta a nuestro cerebro reptiliano dejándolo flotar libremente durante hora y media». Creo que así ha sido siempre. No hace falta acudir a un estadio de Primera, en cualquier campo de alevines, segunda categoría, asustan los gritos machistas de algunas madres (sí, he escrito 'madres'). Se ha gritado lo de 'mono' a muchos jugadores negros, 'Indio', a muchísimos deportistas sudamericanos. Alcanzó el odio su paroxismo hace ya tiempo, cuando al hijo de 10 años, enfermo de cáncer, del delantero Mijatovic, se le deseaba a gritos la muerte. Era suficiente con que esos jugadores destacaran sobre los demás para que la fiera que habita en una grada sur se sintiera 'provocada'.
¿Somos, pues, un país de racistas, de odiadores? Pues no sé, tiendo a creer que no o que, en el peor de los casos, lo somos menos que el resto del mundo. La única prueba en que sustento mi opinión me la regala precisamente el fútbol. España fue el único país europeo donde, durante el pasado mundial, las victorias de la selección marroquí fueron una fiesta casi compartida con la población nacional derrotada. Ni un solo incidente. Cuadro que contrasta mucho con el conato de guerra civil que se vivió en Francia o Bélgica.
Eso sí, creo que hay un sentimiento que nos señala para mal: lo experimento en los insultos racistas a jugadores negros que destacan en el campo, en la humillación a un anciano de 87 años al que le ocupan el piso que le servía de pensión, en los ataques a partidos legales que dan un mitin en Alsasua, Marinaleda o Móstoles y les parten la cara a hostias por «haber ido a provocar»… No sé si el racismo está creciendo, lo que estamos experimentando es que la chusma goza ya de demasiada impunidad.
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