Según cuentan los biólogos, llegó aquí por primera vez hace cuarenta mil años. Escapaba de un cambio climático que habría dejado los fiordos impracticables. Y desde entonces no falta a la cita, desafiando a Heráclito, aunque pocos sean los que lo consiguen dos veces. Es ... una de esas certezas con las que se vive en la orilla: cada primavera unas sombras de cobalto y plata van a atravesar el dosel de umeros para inaugurar la vida. Para hacerlo todo nuevo como un Domingo de Ramos. Y ese espejeo del agua, el gruñido de las botas de goma sobre las piedras blancas, la mosca, la cucharilla, el merucu, el devón parecen de estreno. Y el río vuelve a oler dulce entre los laurales porque alguien siempre lo está mirando desde el mismo fresno.
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Lo sé. Bien que lo sé. A miles salían a descansar entre los felechos con su precinto gris cuando éramos fábula de fuentes, 'pintos' nosotros, como lo fueron ellos, en aquel festival de abriles largos como sedal sin plomo.
Y los mirábamos asombrados- ellos y nosotros-, sobre las mesas de mármol, bajo la báscula que aún sostiene mi padre en mis mejores sueños; vestidos de un mimbre que parecía trenzado por las mismas manos que cortaban las palmas.
Unos pocos cientos capturaron el curso pasado. Casi todos en el Narcea. En ese río donde desde hace treinta años los niños sueltan alevines en la orilla, en ese río donde esperamos que las hembras del salmón se asomen alguna vez a la misma orilla a devolver esos niños.
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En esa carrera contra el mar y contra la muerte donde ellos no cejan, haciendo el milagro de convertir en nuevos los nombres viejos: La Llonga, Juan Castaño, Carbajal, La Bouza, Puente Lanio, allí donde los Tejada, por ejemplo, tienen nombres como dinastía de toreros.
Y pasarán rabiones, saludarán a la pedrona, despreciarán la quisquilla, esconderán a sus esguines del puto cormorán negro. Sabrán encontrar en este abril de fuegos su rastro entre el lecho de cenizas que tapará sus recuerdos. Y las campanas del monasterio volverán a recordarnos que alguien entra en Jerusalem, digo en Cornellana y que no todo está perdido. Gracias a las Mestas y a todas las asociaciones de pescadores que luchan porque no se detengan.
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Al final, bien lo sabemos, han sido un regalo estas cuarenta mil primaveras. La única impugnación al fatalismo, la resurrección verde entre los saúcos y las madreselvas: todo fluye, se desliza, se vence hasta el mar, todo menos ellos.
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