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Los que acaba de cumplir el decano de la prensa asturiana. La verdad es que cualquier cumpleaños de un diario se convierte en un suspiro de alivio, un desafío a la inercia de un mundo que se va escorando hacia otra parte. Los periódicos tradicionales ... no sufren por la aparición de la competencia digital, o no sólo por eso. Hay muchísimas cabeceras en la red, pero en la mayoría de los casos siguen siendo clubes de socios que sueltan petardazos de vez en cuando (la confesión de una amante de Íñigo Onieva, la entrevista con el novio de la exalcaldesa de Maracena). Nada que ver cuando no interesa una información en concreto. No. La auténtica tragedia para un periódico tradicional es la ausencia de lectores... de periódicos.
En el catecismo nos enseñaban que la eucaristía se recibía cuando el niño desarrollaba 'sentido del raciocinio'. Ni entonces ni ahora entendí exactamente quién podía determinar eso. Pero sí tengo claro que una especie de Primera Comunión se produjo cuando me fijé por vez primera en un periódico. Una portada que el suplemento del jueves pasado de EL COMERCIO me ha devuelto: el rescate desde Espinama de Lastra y Arrabal, atrapados en pleno invierno en la pared del Urriello. Aquellos días determiné para siempre dos cosas: una era la dificultad de seguir enviando noticias en 1970 desde Mogrovejo. Otra, la línea tan sutil y firme que separa literatura y realidad: aquello no acabó como en mis novelas de Verne ni en mis tebeos del Guerrero Enmascarado, la realidad era mucho más aséptica y trágica. No está obligada a tener un final feliz aunque esté leyendo un niño.
Desde Benjamin Franklin se estableció una frontera diáfana entre la información y la opinión. Un límite que solo los de la sección de deportes pueden no respetar -de otro modo, sin la épica, no hay quien escriba una crónica-. No se hizo nunca por cuestiones éticas, sino prácticas -de qué lado van los datos y dónde colocamos el entretenimiento o el aburrimiento-, de sobra sabemos que hay portadas escritas con pólvora y titulares que los carga el diablo, agencias de información y agencias de información; reportajes de interés y reportajes que no interesa que se hagan. Pero, bueno, uno ya va escogiendo al hacerse mayor por quién prefiere ser engañado. Eso se acabó. Las redes sociales han borrado esa frontera para siempre, la información se convierte en esas pastillas del lavavajillas que limpian y abrillantan a la vez. En el mismo 'chute' va la noticia y la opinión del que la edita. Demasiada gente joven ya no es capaz de distinguir una de otra. Y tampoco podemos explicárselo, porque su tolerancia a la exposición lectora no pasa de los 280 caracteres (en esta columna se habrán quedado -si he sido tan bueno como para engancharlos- en la amante de Íñigo Onieva). 280 caracteres es la extensión del trino, de la soflama, del insulto, de la propaganda. Imposible para la exposición, la argumentación o la ironía. Tampoco aciertan a explicarse que los columnistas disientan entre ellos sobre la misma noticia, o con el propio editorial.
Hoy, aquel corrupto director del 'Chicago Examiner' capaz de cualquier cosa por conseguir una exclusiva, el magnífico Walter Matthau de 'Primera plana', sería un ejemplo de ética informativa. Por lo menos modificaba la realidad en vez de inventársela. Me consta que a media plantilla de EL COMERCIO les encanta esa película. A lo mejor porque en la redacción de Billy Wilder abundan las Underwood, los periodistas, la nicotina y las botellas de Bourbon. Todo lo que nunca cabrá en Twitter.
Feliz aniversario a todos ellos o, mucho mejor, como dicen mis amados alumnos mallorquines, Molt d'anys.
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