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El insólito buen tiempo del que hemos disfrutado este verano, que ha continuado hasta casi finales de octubre, nos ha permitido deleitarnos en la playa de San Lorenzo mucho más que otros años. En el paseo del otro día encontré a un amigo, asiduo bañista, ... que me dio una idea para esta columna. Me dijo: «Escribe algo sobre la inmundicia que tiene la playa, que podía ser paradisiaca y que un día sí y otro también está cubierta de carbonilla, a lo que no ponen solución ninguno de los partidos que llegan al poder municipal, sean de un signo o de otro». Así pues, haré una reflexión sobre la playa de San Lorenzo que requiere ser tratada con mimo por ser uno de nuestros principales encantos, tanto para los turistas como para los vecinos que gozamos de ella durante todo el año.
Durante mucho tiempo los vecinos de Gijón creímos, o nos hicieron creer, que los restos de carbón que afloran algunos días a la arena provenían del buque 'Castillo de Salas', que embarrancó frente al Cerro de Santa Catalina en el ya lejano 11 de enero de 1986. Tras los análisis químicos pertinentes que se hicieron en su día, al objeto de conocer cuál era el origen de los vertidos, llegaron a la conclusión de que no provienen del barco hundido, sino de los montones de carbón que se almacenan en el puerto de El Musel. Pasaron los años, han pasado distintas legislaturas, han pasado políticos de distintos partidos, y las manchas de carbón siguen ahí sin visos de solución.
En Gijón tenemos nueva corporación municipal y el artículo 115 de la ley de Costas dice que mantener las playas en las debidas condiciones es competencia municipal. Por lo que ahora que se replantean las controversias municipales que hubo en la anterior legislatura sobre movilidad, la regulación del tráfico del Muro, el plan de vías, e incluso el otro día informaba ELCOMERCIO de que «el Principado se compromete a que el 'Solarón' sea la segunda zona verde de Gijón tras los Pericones'. Es insoslayable encontrar alguna solución al problema de los vertidos en la playa de San Lorenzo. La estética que muestra la playa crea una fuente de valor añadido al urbanismo de una ciudad. Ofrecer una playa limpia debe ser un objetivo de cualquier plan de mejora de la ciudad que a través de lo que ha llegado a ser nos puede evocar nostalgia de lo que era. Gijón ya no es una ciudad industrial, sino una ciudad volcada al turismo y, en consecuencia, aunque los vecinos de Gijón a veces no damos importancia a esos mantos negros sobre la arena, porque nos hemos acostumbrado a ellos, sin embargo el turista ocasional percibirá una playa contaminada y se pensará dos veces sumergirse en sus aguas. La playa para el que la otea desde el Muro y pasa sin entrar es una, y otra para el que pasea por la arena, se baña y no sale de ella; una es la playa superficial que se deja para no volver y otra es la playa para los que acudimos todos los días y nos preguntamos: y la playa, ¿qué?
Mientras escribo estas líneas sobre este encargo de mi amigo, me doy cuenta de que los factores visuales predominan y nos olvidamos de esos otros factores que captan el resto de nuestros sentidos. Cuando vemos esos mantos negros sobre el color canela de la arena nos olvidamos del paisaje sonoro y el paisaje olfativo. Nadie que haya paseado a lo largo de la playa puede no valorar el bramido del mar, ese paisaje sonoro que nos acuna con su música repetitiva, junto a los graznidos de las gaviotas y el ladrido de los perros, que mezclados con ese otro paisaje olfativo a dimetilsulfuro, generado por las bacterias y las algas, nos muestran lo sublime. Sin embargo, estos paisajes sonoros y olfativos se disipan, quedan ensombrecidos y engullidos cuando transcurren entremezclados con ese polvillo de carbón que viene y va y que las autoridades municipales de Gijón parece que no pretenden solucionar. Porque parafraseando a Italo Calvino en su obra 'Las ciudades invisibles', «nadie sabe mejor que tú, sabio Kublai, que no se debe confundir la playa con el discurso que la describe. Y sin embargo, entre la una y lo otro hay una estrecha relación».
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