Comparto con ustedes información de dos testimonios escalofriantes y desgarradores. El primero relata el calvario que vivieron una mujer y su madre durante algo más de un año, al no poder conseguir la eutanasia para la progenitora. La primera solicitud que realizó para ayudarla a ... morir se la denegaron y la segunda no llegó a tiempo. El segundo es el de una mujer de 54 años que vive con su madre en Santiago de Compostela. La segunda no quería permitir que le aplicasen la eutanasia a su hija, que la solicitó porque padece una esclerosis múltiple y no quería seguir viviendo. Curiosamente, unas semanas después el caso dio un inesperado giro. La hija solicitó mediante un acta notarial, ante la Consellería de Sanidade posponer indefinidamente la eutanasia que tenía concedida. Son dos casos entre la heterogénea y variada casuística que tiene que resolver la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia, que entró en vigor el 25 de junio de 2021.

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Así las cosas, creo necesario hacer una reflexión sobre tan espinoso tema. Una cosa es el espíritu de la ley de la que debemos congratularnos, porque dota a nuestro estado de derecho de un componente ético en el respeto de los derechos humanos y pretende «dar una respuesta jurídica, sistemática, equilibrada y garantista a una demanda de la sociedad», y otra, como vemos en estos dos casos (hay más), que la aplicación de los protocolos de la ley parece ser que no está siendo efectiva, porque existen un montón de dificultades para llevarlos a efecto. Bien porque no se aplica con la celeridad que determinados casos requieren para evitar un sufrimiento insoportable a la persona que lo solicita, o para quien se solicita, bien porque la madre (en el segundo caso) no estaba dispuesta a dar el permiso para que se aplique, bien debido a que hay facultativos que se niegan a firmar el inicio del proceso para la demanda de solicitud de la muerte digna, o por otros motivos que son difíciles de estipular a priori porque cada caso es distinto. La cuestión que debemos plantearnos es si la ley de eutanasia vigente garantiza una buena muerte para los ciudadanos y por lo que deduzco, a la luz de estos casos, es que no. De lo que se trata no es de morir bien, la muerte es el final de las opciones, sino de vivir bien hasta el final. Y vivir bien cuando la vida llega a su ocaso es tener garantías de que la ley funciona y sus protocolos se cumplen. Incluso los propios médicos manifiestan que hay enfermos terminales en estado vegetativo y que contra su voluntad permanecen entubados durante mucho tiempo, porque la ley o la propia familia dificultan la desconexión de los aparatos que permiten que el corazón siga latiendo y el oxígeno llegue a los pulmones. En cualquier caso la polémica está servida.

Cualquier persona adulta y en su sano juicio debería poder optar por dirigir su propia muerte, si así lo desea. Es su derecho y los poderes públicos tienen el deber de garantizárselo a todos, facilitando los medios, agilizando la burocracia que el proceso requiere y eliminando los obstáculos que como en el primer caso dificulten la realización de este derecho. Se debería informar a los ciudadanos del contenido de la ley para que, lo mismo que hacemos testamento de bienes, todos podamos contar con un testamento vital para dejar por escrito anticipadamente quienes serán las personas que nos representarán y cuál fue nuestra voluntad cuando ya no estemos en condiciones de adoptar la decisión por nosotros mismos. Evidentemente, compete al legislador regular los casos y establecer las garantías para que se respete el derecho de la persona a morir con dignidad, sin cortapisas. El obsequio más grande que podemos hacer a un enfermo terminal es que pueda morir sin dolor, aunque la decisión más difícil sea permitir a un ser querido elegir su propia muerte o iniciar el trámite, que debería ser ágil y contar con asesoramiento psicológico para decidir optar por la eutanasia de los seres queridos.

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