Hace unos días informaba EL COMERCIO de la primera investigación realizada sobre la soledad no deseada de la juventud. Para el informe entrevistaron a 1.800 jóvenes que revelaron datos alarmantes: «Uno de cada cuatro jóvenes entre 16 y 29 años sufre de soledad». Los ... resultados del estudio me conducen a hacer un diagnóstico sobre dos soledades: la no deseada, convertida en una epidemia que deteriora gravemente la salud de quienes la padecen, y la otra, la voluntaria, saludable para el desarrollo personal, necesaria para abrirnos a la reflexión y que en muchas ocasiones permite reconciliarnos con nosotros mismos.
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Las raíces de la epidemia de soledad, a mi juicio, tienen que ver más con ciertas condiciones sociales que con características subjetivas de la persona. Sin tratar de ser exhaustivo, pondré el foco en cuatro condiciones que producen la soledad por la que atraviesan los jóvenes, viviendo en la edad más abierta para socializar con los otros y que sin embargo se sienten solos. Las dos primeras tienen atañen a cambios espacio-temporales establecidos en la forma de vida, la tercera es el aislamiento que produce la comunicación mediada por pantallas y la cuarta el desarraigo.
La primera causa por la que nos quedamos solos es la falta de tiempo, que afecta a todas las dimensiones de la vida. No tenemos tiempo para dedicárselo a los demás. Una existencia acelerada es una forma de vida en la que experimentamos el tiempo como un hámster que gira en una rueda a mucha velocidad, pero sin desplazarse a ninguna parte. Los sujetos acelerados se encuentran ansiosos, estresados, siempre tienen prisa y es esa vorágine con la que se vive la que hace que establezcamos relaciones de usar y tirar. Las relaciones sexuales se han independizado de las afectivas, lo que ha hecho proliferar las apps de contactos como Meetic, Tinder, Badoo, etcétera. Estamos agotados del ritmo frenético de las actividades laborales, que se ha tornado inhumano. Si a esto le sumamos la conectividad permanente, los individuos no salen a buscar relaciones, prefieren hacerlo a través de páginas de citas. La consecuencia es que muchas relaciones se hacen a través de internet y los lazos establecidos suelen ser débiles y no se consolidan, basta un clic para romperlos.
La segunda causa es la precarización del espacio que habitamos. Tener que compartir piso, alquilando una habitación a precios desorbitados, no es la mejor forma de construir relaciones estables de pareja y menos poder formar una familia. El difícil acceso a una vivienda en régimen de alquiler o en propiedad, hace que los jóvenes se emancipen más tarde de sus familias. Seguir viviendo con los padres a una edad en que desean independizarse no es sano, pero es el único refugio que les queda frente a la precariedad laboral y la incomunicación social. Los que logran emanciparse y viven en grandes ciudades suelen vivir lejos del centro, lo que significa abandonar los lugares que frecuentaban anteriormente, como bares, tiendas, lugares de ocio, lo que conlleva la separación de sus amistades.
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La tercera es el aislamiento que produce el abuso de los teléfonos móviles y el ocio y la comunicación mediados por pantallas, que paradójicamente al mismo tiempo que producen ilusión de conexión, en el fondo generan aislamiento. A lo que hay que añadir el entorno digital en el que estamos inmersos: teletrabajo, nuevas técnicas de gestión comercial, la utilización de plataformas de cine, hacen que no salgamos de casa ni siquiera para ver películas y el abuso de compras 'online', que son productoras de soledad.
La cuarta es el desarraigo que fragmenta los lazos sociales. Simone Weil en 'Echar raíces' (1943), sostenía que «echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana. Un ser humano tiene una raíz en virtud de su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos de futuro. Participación natural, esto es, inducida automáticamente por el lugar, el nacimiento, la profesión, el entorno. El ser humano tiene necesidad de echar múltiples raíces, de recibir la totalidad de su vida moral, intelectual y espiritual en los medios de que forma parte naturalmente». El desarraigo, en definitiva, es la pérdida de vínculos sólidos y estables. Las personas en paro sufren una de las formas más crueles de desarraigo porque se pueden aislar socialmente. Se suele conocer gente y socializar en el lugar de trabajo; si falta este, vamos perdiendo relaciones y amistades, porque cuando carecemos de poder adquisitivo no quedamos con los amigos o conocidos y dejamos de salir a los bares, o a cenar, o viajar... La variable que más contribuye a la sociabilidad es tener un trabajo estable, que muchos jóvenes no tienen.
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En cuanto al otro tipo de soledad, la que se asienta en la voluntad del que decide estar solo porque le permite hacer lo que le viene en gana y no tener que dar explicaciones a nadie de sus apetencias, esa es la soledad saludable. No nos sentimos solos cuando necesitamos esa soledad que nos permite reflexionar, escribir, leer, poner entre paréntesis una sociedad demasiado ruidosa, pero a la vez vacía. La soledad deseada se convierte en un arte. Como decía David Le Breton en 'Elogio del caminar': caminar en soledad y saber estar solo en la gran urbe es un acto de resistencia que celebra la lentitud, el silencio, la curiosidad y lo inútil. En suma, querido lector que estás solo cuando lees, la soledad es un concepto dual que puede representar para unos una condena, para otros un refugio.
Termino el artículo sobre la soledad pensando lo mismo que María Zambrano, para quien el acto de «escribir es defender la soledad en que se está».
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