Mi infancia son recuerdos de dos niños de mi edad, compañeros de la escuela, caminando detrás del ataúd de su madre y llamándola a gritos. A la pobre mujer la habían matado los voladores, a lo que tan aficionados eran, y siguen siendo, mis gentes ... de aquel lejano Oeste, disparándolos en fiestas bodas y banquetes. Cuando empecé a pergeñar mis panfletos en los periódicos, me ocupé de la costumbre de que no hubiera fiesta sin estruendo, iluminando el cielo durante un instante al lado de aldeas que aún se alumbraban con velas y candiles de carburo. Pero el circo funcionaba, al parecer, alegrándose los villanos, y muchos aldeanos olvidando por un momento sus miserias. Tal atrevimiento, el de criticar lo intocable, me hizo famoso por un día, puesto que los de Cangas del Narcea decidieron con una traca de cartas al director declararme persona non grata. Las autoridades con mando en plaza en Pola de Allande me convirtieron en apátrida, argumentando que ningún hijo de aquel concejo podía hablar mal de su tierra.

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Un montón de años después, y al otro extremo de la infancia, siento igual aversión por los voladores y por los fuegos que no sean precisos para calentarse o fundir metales en las coladas. Respeto, como es natural, que cada cual se divierta a su antojo, puesto que la vida son cuatro días y dos de ellos nublados. Pude alejarme estos días, huyendo de ese mundanal ruido, hasta un cubículo de la montaña, encontrándome unas noches templadas a más de 1.500 metros como jamás recuerdo. Por el cielo, las rayas brillantes de las perseidas, y unos puntitos de luz que se movían por debajo de las estrellas. Eran satélites, sin duda, o aviones que volaban a mucha altura. Ya no volverá a ocurrir como aquella noche, no hace tanto, que estuve hasta la madrugada en la cumbre del Toneo. Ni mucho menos la locura de esperar que anocheciera en la cumbre del pico Torres, para ver aparecer las luces sobre el suelo y las estrellas en el cielo. Luego, descender paso a paso con linterna, para no despeñarme. Algo que no debe hacerse, bajar del pico Torres de noche, pero como decía aquel Zorba el griego, cuando fallaban sus inventos: ¡qué hermosa locura se nos ha ido al traste!

Nada de nieve en el puerto, como dicen las canciones, sino calor. Vuelo rasante de las golondrinas por el día y sonar de las esquilas del ganado al anochecer. Algo parecido a la felicidad puede sentirse recordando que estuve alguna vez donde quise estar: en las cumbres más cercanas y en las que se ven a lo lejos del Mampodre. Añorando aquel esplendor en la hierba.

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