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El pasado fin de semana hice un recorrido por la tierra en que me nacieron, donde a la inmensa mayoría ni los conozco ni me conocen. Pasé por delante de escuelas derruidas, capillas abandonadas y lo que antes fueron prados y tierras de cultivo convertidos ... en matorrales, a la espera de que algún día, o a lo peor alguna noche, deambule la sombra de Caín con una caja de cerillas o un mechero. Donde antes había una escuela ahora no hay un solo niño. Casas abandonadas, o el silencio detrás de los visillos, con la vida cansina de los viejos que ya no esperan nada. Algún coche que viene y va, del residente que queda o del venido de las villas. Hasta los perros parecen abonados al silencio, algunos enseñando el costillar y acostumbrados a comer las sobras o lo que por su cuenta pillan. El paraíso de los ecologistas en esas tierras olvidadas está a punto de llegar: los osos aguardan a una cierta distancia, pero los lobos ya rondan por los pueblos como un vecino más; pronto serán los únicos habitantes. Al fin, el planeta será salvado por los nuevos profetas, cuando expulsen a los últimos humanos.
No todas son malas noticias. En San Martín de Beduledo, aldea donde conservo queridos parientes, aproveché para subir una vez más hasta el castro de San Chuis, recientemente desbrozado y mejorados los accesos para los que quieran acercarse. Visitante ese día no había ninguno más que yo, así que me senté en las piedras amontonadas por mis antepasados de hace dos milenios para meditar sobra los infortunios de mi infancia y adolescencia. Aquellas piedras que, según un entendido albañil, fueron sacadas de una cantera del otro lado del río y transportadas hasta la cumbre del cerro. Mano de obra barata la de los antiguos astures. Y luego los romanos lo abonaban con el látigo.
Más abajo, en Celón, donde también me queda algún pariente y algún conocido, estaban de fiesta. Al lado de su iglesia románica dedicada a San Roque habían colocado una gran carpa para una comida comunal. ¡Qué gran noticia! Que en aquellas aldeas donde antes faltaba de todo, pero nunca faltaban pleitos, ahora se unan para comer juntos la gran comida de hermandad el día de la fiesta del pueblo. Me saludaron algunos nonagenarios, alimentados toda su vida con potaje de berzas y leche gruesa de vaca de monte. Por allí andaban algunos hijos de la tierra que habían llegado de las ciudades, incluso de América. Pero también hay casas de puertas entornadas y tejados cayéndose. Quizá les haga falta una inmigración reglada que siembre las cosechas y repete a San Roque.
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