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Tenemos un tiempo loco que hace que el otoño llegue con prisa. Algunas hojas amarillean antes de acabarse agosto, y ya maduraron los llamados figos de San Miguel, cuando falta un mes para el día del santo. Es como si el año tuviese prisa en ... terminarse pronto, y para algunos ya sólo nos queda llegar al próximo con la esperanza machadiana de que al viejo olmo le salgan nuevas hojas, con otro milagro de la primavera. Don Antonio Machado nos contaba sus melancolías al lado del Duero –cuchillo helado de soledades–, cuando todavía su cuerpo era joven, comparado con la juventud de ahora; pero quién sabe cómo se veía a sí mismo en aquel entonces. Yo me atreví a juzgarlo, a Machado, delante de una profesora de literatura, feminista radical, que contaba emocionada las virtudes del hombre bueno, solitario y melancólico, cayéndole sobre el chaleco la ceniza del pitillo apagado. De acuerdo, pero se puede ser un hombre bueno sin dejar de ser un señor raro. O que quizá llevaba en sus adentros el alma agarena del árabe español, que explicaba en un verso su hermano Manuel, también poeta. Antonio y Manuel, hijos de la misma madre, portaban la mezcla de alegría y agonía que tiene el Sur, como dijo alguien. Escribieron juntamente obras de teatro que es justo olvidarlas.
Profesora, comencé diciéndole a la encantada feminista: ¿Cómo es posible que un señor culto y cabal, de 36 años, se fije en una niña de 14 para llevarla a la orilla del Duero a ver cómo el viento sacude los chopos? Dejémoslo al menos en que era un señor raro, porque usted, profesora, como yo, estamos esperando que llegue el día en que hombres y mujeres tengan los mismos derechos y obligaciones: seres humanos medidos por igual rasero. ¿Qué hubiera ocurrido si fuera una docente de 36 años la que se llevara con ella a un niño de 14? Claro, usted, profesora, no se atreverá a decirme, como muchas mujeres de entonces y algunas de ahora, que no es lo mismo. El señor ilustrado se lleva una niña de 14 y eso está bien. Si fuera una enseñante treintañera la que se encaprichara de un niño no habría bastantes piedras en Soria para lapidarla; tendrían que buscarlas en provincias cercanas. Tiraría la primera piedra el cura que casó a Antonio y Leonor, y la segunda el guardia civil padre de la niña. Me duele ver esa sombra de lo agareno que aún pervive. Escrito está, el profeta del islam se casó con una niña de 6 años, pero no consumó el matrimonio hasta que ella cumplió los 9. Rousseau, que creía en la bondad humana, mandaba a sus hijos al hospicio para que no molestaran. Mundo feliz.
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