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El mundo del silencio'. Así es como tituló Jacques Costeau su película rodada en 1955. Nos transmitía la agradable sensación de estar rodeados de los seres marinos en las profundidades de los océanos. Hoy día es una muestra corriente en cientos de documentales, pero en ... aquellos tiempos el gran divulgador nos enseñó aquel inmenso espacio de los moradores de las aguas, y también que el humano que se sumergía en las profundidades podía encontrar el mayor silencio huyendo del mundanal ruido.
El mundo del silencio, o algo parecido, lo encontré yo también madrugando el día primero de enero. La gente se pone de acuerdo para disfrutar de la noche, y entre sueños y resacas dejan las autovías y carreteras casi vacías. Sólo media docena de coches en el trayecto hasta Oviedo, y no muchos más por las orillas del Narcea en dirección a mi tierra profunda. En el pasado elegí algunas veces esa fecha para hacer el recorrido que en el verano se vuelve odioso, por embotellamientos de coches y personas. Me refiero a la senda del Cares, que no sé cuántas veces la he pisado, como todos los que tenemos la manía de las caminatas. Durmiendo en Valdeón o bajando por las distintas canales, pero al fin descubrí la maravilla del gran desfiladero al recorrerlo en soledad. Si las bicicletas son para el verano el Cares es para el invierno, el tiempo de las múltiples cascadas, escuchando las torrenteras en el fondo como único ruido y observando el paisaje majestuoso del Jultayo y los demás picos cubiertos de nieve. No es un disfrute menor comer un cocido de garbanzos al calor de la estufa en ese villorrio en que se ha convertido Caín. Asombroso para los que hemos conocido aquel poblado casi troglodita de hace más de 60 años.
Pero esta vez me tocó ir hacia el Occidente. Los 22 kilómetros ida y vuelta del Cares pertenecen al pasado, por aquello de que a la fuerza ahorcan. Una vez más mirar la casa donde me nacieron, hoy convertida en pajar, y ver al fondo la pena Manteiga sin nieve, y la fana de Siñistaza, con su trozo blanco de monte deleznable, por donde según la tradición es la marca que dejó el diablo al arrastrar a su madre. Y pude ver también en la distancia a Besuyo, donde recorría con mis gentes el prado de las Veigas. Y calentarme y disfrutar del mejor potaje de berzas en casa de unos vecinos y amigos, donde hablamos de los que aún están y de los que se fueron; de que en la parroquia de seis pueblos, con dos escuelas antaño, no hay un solo niño. Se han ido hasta los jabalís, y sólo quedan lobos para expulsar al último aldeano.
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