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Hace unos meses visité en mi tierra profunda a un vecino y amigo que había sufrido un accidente con el tractor. Atendido en el hospital que lleva el buen nombre de Carmen y Severo Ochoa (que es así como quiso que se llamara el sabio, ... anteponiendo el nombre de su esposa), los médicos le dijeron a mi amigo que había tenido mucha suerte, y él quedó muy sorprendido cuando le mostraron radiografías de huesos rotos y proyectos de inmediatas operaciones. Sí, has tenido suerte, añadieron: los accidentes de tractor rara vez los solucionamos aquí, puesto que en algunos casos hay que llamar al HUCA y en la mayoría a la funeraria. Así que, a alegrarse. Aunque si logran salir con vida quede luego el cuerpo maltrecho, y un campesino más en el olvido después de las cuatro líneas en los periódicos. En aquellos años que recuerdo de la posguerra me hacen mirar hacia aquellos campos con rencor, cuando los muertos eran los que caían del árbol al varear las castañas. A mí me tocó ver uno de ellos. Lo asentaron en una caballería para acabar rematándolo, después de desnucarse. No es lectura entretenida esta para estómagos sensibles, vaya por Dios. Pero si ustedes y yo supiéramos atender a un herido, quién dice que no pudiéramos salvar alguna vida. Incluidas las vidas de esas gentes del campo que van cayendo aplastados por el tractor. No hay año sin muertos por ese artilugio, difícil de gobernar en las cuestas. Muertos de tercera, tan ignorantes como ignorados. El último, hasta el día en que escribo, fue Jenaro Fernández, de Santa Marina, en Tineo. No le dio tiempo al pobre hombre para sumarse a las manifestaciones recientes en la villa, pidiendo que no acaben expulsando a los pocos ganaderos que quedan.

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